»»— Lᴇᴛ’s ʜᴀᴠᴇ ᴀ ᴛᴏᴀsᴛ. Tᴏ ᴛʜᴇ ɪɴᴄᴏᴍᴘᴇᴛᴇɴᴄᴇ ᴏf ᴏᴜʀ ᴇɴᴇᴍɪᴇs —➤
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AsarrRhage · M
Humedeció los labios, trayendo consigo una sonrisa que apenas y se le insinuaba en la espesura de su barba dorada, pero era sutil y característica de su confiado carácter. Todas las palabras habiánle llegado, cruzó sus marcados brazos con el rostro elevado; altivo y presuntuoso, pese a que las facciones yacían encogidas como si estuviese a punto de romper a reír.
— Quién lo diría. —alzó las cejas, irónico y mordaz. Había mantenido la mirada esquiva, pero luego respiró hondo y se permitió gozar de aquél momento—. De haber sabido que los dragones tenían tan buen sentido del humor... —ésta vez le observó con delicadeza, y entonces sus azules ojos ardieron como el hielo, pero conservando la gracia en sus —tan— expresivas pantomimas. No parecía haber alguna razón para que rasgase el carismático velo de su actitud jovial—, habría fraguado amistades con algunos desde hace tiempo atrás. —culminó, aunque realmente estaba satisfecho al verle guarecer el arco y la flecha en la funda del carcaj.
— De acuerdo, de acuerdo —añadió, echando un corto vistazo al frío suelo envuelto en cellisca, antes de fijarse una vez más en aquélla fémina; con entereza y placidez—, Seré tú... guía, "Su majestad". —realizó una graciosa reverencia fingida, con todo el lustre de su sarcasmo. El festivo humor no se veía amargado por los continuos pensamientos que en su mente suspicaz surcaban; ocultándolos en su carisma. ¿Realmente se trataba de un dragón? ¿Sería prudente llevarle hasta Arcadia, siendo una desconocida? Escudriñaba las posibilidades por aquí y por allá, hasta conocerle y llevarse una mejor impresión. Por ello, abogó al diálogo sutil y perspicaz.
— Por aquí, sígueme. ¡Ps! —un bisbiseo fluyó de sus labios como gesto, indicándole el camino a seguir en un cabeceo. Parpadeó con serenidad, aún sonriente y ególatra, siendo el primero entre los dos en tomar aquélla ruta. Claramente lo hacía para provocarle un poco, pero en realidad, en su fuero interno honraba a las mujeres que fuesen decididas y de fuerte carácter.
— Respóndeme algo, ya que no deseas... —díjole, realizando una hilarante mueca con sus brazos, como si describirse lo que estaba por decir.— impresionar a mis insolentes ojos con tu majestuooosa forma. —agregó y de pronto el rostro se le ensombreció, mirándole de soslayo. Comenzó a subir una pequeña loma que formaba parte del recorrido. Tallos, hojas mustias y marchitas, crujían con el pasar de sus pisadas, vestidas por las botas de montaraz.— ¿Cómo llegaste a éste bosque? ¿Caíste mientras sobrevolabas las alturas o algo el estilo? —
— Quién lo diría. —alzó las cejas, irónico y mordaz. Había mantenido la mirada esquiva, pero luego respiró hondo y se permitió gozar de aquél momento—. De haber sabido que los dragones tenían tan buen sentido del humor... —ésta vez le observó con delicadeza, y entonces sus azules ojos ardieron como el hielo, pero conservando la gracia en sus —tan— expresivas pantomimas. No parecía haber alguna razón para que rasgase el carismático velo de su actitud jovial—, habría fraguado amistades con algunos desde hace tiempo atrás. —culminó, aunque realmente estaba satisfecho al verle guarecer el arco y la flecha en la funda del carcaj.
— De acuerdo, de acuerdo —añadió, echando un corto vistazo al frío suelo envuelto en cellisca, antes de fijarse una vez más en aquélla fémina; con entereza y placidez—, Seré tú... guía, "Su majestad". —realizó una graciosa reverencia fingida, con todo el lustre de su sarcasmo. El festivo humor no se veía amargado por los continuos pensamientos que en su mente suspicaz surcaban; ocultándolos en su carisma. ¿Realmente se trataba de un dragón? ¿Sería prudente llevarle hasta Arcadia, siendo una desconocida? Escudriñaba las posibilidades por aquí y por allá, hasta conocerle y llevarse una mejor impresión. Por ello, abogó al diálogo sutil y perspicaz.
— Por aquí, sígueme. ¡Ps! —un bisbiseo fluyó de sus labios como gesto, indicándole el camino a seguir en un cabeceo. Parpadeó con serenidad, aún sonriente y ególatra, siendo el primero entre los dos en tomar aquélla ruta. Claramente lo hacía para provocarle un poco, pero en realidad, en su fuero interno honraba a las mujeres que fuesen decididas y de fuerte carácter.
— Respóndeme algo, ya que no deseas... —díjole, realizando una hilarante mueca con sus brazos, como si describirse lo que estaba por decir.— impresionar a mis insolentes ojos con tu majestuooosa forma. —agregó y de pronto el rostro se le ensombreció, mirándole de soslayo. Comenzó a subir una pequeña loma que formaba parte del recorrido. Tallos, hojas mustias y marchitas, crujían con el pasar de sus pisadas, vestidas por las botas de montaraz.— ¿Cómo llegaste a éste bosque? ¿Caíste mientras sobrevolabas las alturas o algo el estilo? —
AsarrRhage · M
Al Asgarðiano se le arrugó el rostro, extrañado y dubitativo, cuando escuchó la mítica estirpe de la que aquella provenía, minucioso le miró sin prudencia ni tacto alguno de pies a cabeza. Alzó las cejas, conservando el silencio hasta que las últimas palabras terminábanle de llegar. No era como si no hubiese visto un dragón en fechas pasadas, pero en definitiva, eran casi insólitos en demasía, pues se trataba de una casta que se decía, estaban señaladas por la desgracia de su esplendor.
Una vez más, con la diestra mesó sus castañas barbas, que en su protuberante mentón resplandecían como nieve al sol; pero no comparados con sus ojos, tan vivos y luminosos como hielo vítreo e inmaculado. Veló sus fauces con el dorso del dedo índice, y le miró en silencio por cortos instantes. Un parpadeo le espabiló, bajando la mano y encogiendo la vista; respiró profundamente para que sus pensamientos dejaran de atosigarle la mente.
— ¿Un dragón, dices?... —le preguntó Rázaðor, calmo a plenitud pero con inquietud—. Conocí algunos en el pasado. —agregó, con una pequeña sonrisa sutil.— Les hacía más... —pausó, observándole con atención— grandes y majestuosos. —y como al conjuro de la palabra majestuoso, abrió los ojos como si narrase alguna de sus viejas memorias—. Y recuerdo, que solían impresionar por el fuego que despedían de sus fauces y... —enmudeció nuevamente y torció la mirada.— no por flechas ni arcos. —
En sus cabellos se cernió el viento, tinados de rojo por el sol que horadó las ramas de los robles.— Yo soy, Ásarr Rhage. Se me conoce como Rázaðor. Y di contigo porque apareciste en un bosque del cual soy invitado. —se presentó, con aquél nombre que había sobrevivido al holocausto de la memoria y resonaba en los diversos rincones con hazañas dignas como si de un dios de la antigüedad se tratase. Con la zurda se frotó la nuca, sin perder de vista los ojos adversos y tomó un hondo respiro; el gesto bribón en sus labios le prevaleció. Comenzó a caminar a pasos cortos, hacia un costado; las manos las mantuvo juntas en su espalda baja. Y mientras lo hacía, le respondía, con la mirada gacha y fija en el suelo.— No, yo no mato "dragones". —resaltó la palabra con incredulidad en su acento. Giró su cuerpo, pero antes de caminar hacia el costado contrario, cuán león enjaulado, le dedicó una mirada penetrante y frunció las fauces. Una vez más, agacho la vista y continuó.— Son demasiado valiosos para la historia. —Se detuvo, y posó ambas manos al frente, descansando una sobre la otra, distendió sus anchos hombros y alzó la vista, altivo y curioso— Dime, Mujer Dragón... ¿Por qué no me enseñas tu esplendorosa forma real y curas esa herida que padeces? —
Una vez más, con la diestra mesó sus castañas barbas, que en su protuberante mentón resplandecían como nieve al sol; pero no comparados con sus ojos, tan vivos y luminosos como hielo vítreo e inmaculado. Veló sus fauces con el dorso del dedo índice, y le miró en silencio por cortos instantes. Un parpadeo le espabiló, bajando la mano y encogiendo la vista; respiró profundamente para que sus pensamientos dejaran de atosigarle la mente.
— ¿Un dragón, dices?... —le preguntó Rázaðor, calmo a plenitud pero con inquietud—. Conocí algunos en el pasado. —agregó, con una pequeña sonrisa sutil.— Les hacía más... —pausó, observándole con atención— grandes y majestuosos. —y como al conjuro de la palabra majestuoso, abrió los ojos como si narrase alguna de sus viejas memorias—. Y recuerdo, que solían impresionar por el fuego que despedían de sus fauces y... —enmudeció nuevamente y torció la mirada.— no por flechas ni arcos. —
En sus cabellos se cernió el viento, tinados de rojo por el sol que horadó las ramas de los robles.— Yo soy, Ásarr Rhage. Se me conoce como Rázaðor. Y di contigo porque apareciste en un bosque del cual soy invitado. —se presentó, con aquél nombre que había sobrevivido al holocausto de la memoria y resonaba en los diversos rincones con hazañas dignas como si de un dios de la antigüedad se tratase. Con la zurda se frotó la nuca, sin perder de vista los ojos adversos y tomó un hondo respiro; el gesto bribón en sus labios le prevaleció. Comenzó a caminar a pasos cortos, hacia un costado; las manos las mantuvo juntas en su espalda baja. Y mientras lo hacía, le respondía, con la mirada gacha y fija en el suelo.— No, yo no mato "dragones". —resaltó la palabra con incredulidad en su acento. Giró su cuerpo, pero antes de caminar hacia el costado contrario, cuán león enjaulado, le dedicó una mirada penetrante y frunció las fauces. Una vez más, agacho la vista y continuó.— Son demasiado valiosos para la historia. —Se detuvo, y posó ambas manos al frente, descansando una sobre la otra, distendió sus anchos hombros y alzó la vista, altivo y curioso— Dime, Mujer Dragón... ¿Por qué no me enseñas tu esplendorosa forma real y curas esa herida que padeces? —
AsarrRhage · M
Torció su mirar, con un sesgo tan peculiar e innato en aquél Alto Rey que le hacía lucir caviloso y suspicaz, aun cuando la inminente amenaza de la flecha parecía cernirse más sobre él. Un hondo suspiro manó de sus castaños labios acallados, de acentuado matiz por el frío que les tocaba. Dio un lento parpadeo, y al momento de abrirlos su mirada relució más por visos sosegados que curiosos. Así, después de que las palabras adversas a sus oídos llegaron, bajó las manos y aquélla túnica que vestía sobre sus hombros le arropó los hercúleos brazos.
— ¿Una? —preguntó, y su voz tenante se volvió a escuchar en respuesta a la advertencia, esta vez mordacidad y sátira— Podría darte un par más... Si así lo deseas. —taimado sonrió, pero el ceño se le ensombreció. Hacia la diestra inclinó ligeramente la cabeza y mostróse benevolente, los ojos se le sembraron justo en el abdomen de la peli-escarlata; examinándole con ligeros vistazos lo que parecía ser una herida profunda, antes de volver a mirarle el rostro y los gestos que en el imperaban, revelando la condición en la que hallábase.
— Charlemos un poco. —confiado en que no dispararía, aquél añadió. Llevó la diestra hasta sus barbas y las mesó con suavidad, junto a las fuertes facciones de sus pómulos. Esquivó la vista, y con ella recorrió el frondoso bosque por unos segundos antes de volver a mirarle. Su comportamiento podría haber sido más hostil, pero se inclinó por el habla.— Ésta tierra hermosa que ambos pisamos, es parte de los terrenos Arcadianos. —reveló con suavidad en su voz y posó la palma diestra sobre el dorso de la siniestra, descansando los brazos. El frío viento sopló entre los árboles, haciendo que sus párpados se encogiesen, como si una luz le hubiese encandilado con ligereza. Y antes de recibir respuesta alguna, continuó frunciendo las fauces—, ...Estás herida, necesitas medicina y podría guiarte hasta alguien capaz de tratarte. —en lugar de mostrarse educado, sonrió astuto y pícaro, exhibiendo la dentadura a brevedad—. Y por último, algo que debes tomar en cuenta... —y como el crujido del hielo en un lago invernal, su voz sonó imperiosa al sentenciar.— Vas a necesitar más que un arco... —sus sombríos ojos se hicieron penetrantes, el fuego azul en ellos enfervorizó como las llamas del sol en su cenit—, y una flecha para detenerme. —más que como irónica advertencia, lo dijo en honor a su férrea veracidad. Fue tan honesto como sus aspavientos podrían confesar.
— ¿Una? —preguntó, y su voz tenante se volvió a escuchar en respuesta a la advertencia, esta vez mordacidad y sátira— Podría darte un par más... Si así lo deseas. —taimado sonrió, pero el ceño se le ensombreció. Hacia la diestra inclinó ligeramente la cabeza y mostróse benevolente, los ojos se le sembraron justo en el abdomen de la peli-escarlata; examinándole con ligeros vistazos lo que parecía ser una herida profunda, antes de volver a mirarle el rostro y los gestos que en el imperaban, revelando la condición en la que hallábase.
— Charlemos un poco. —confiado en que no dispararía, aquél añadió. Llevó la diestra hasta sus barbas y las mesó con suavidad, junto a las fuertes facciones de sus pómulos. Esquivó la vista, y con ella recorrió el frondoso bosque por unos segundos antes de volver a mirarle. Su comportamiento podría haber sido más hostil, pero se inclinó por el habla.— Ésta tierra hermosa que ambos pisamos, es parte de los terrenos Arcadianos. —reveló con suavidad en su voz y posó la palma diestra sobre el dorso de la siniestra, descansando los brazos. El frío viento sopló entre los árboles, haciendo que sus párpados se encogiesen, como si una luz le hubiese encandilado con ligereza. Y antes de recibir respuesta alguna, continuó frunciendo las fauces—, ...Estás herida, necesitas medicina y podría guiarte hasta alguien capaz de tratarte. —en lugar de mostrarse educado, sonrió astuto y pícaro, exhibiendo la dentadura a brevedad—. Y por último, algo que debes tomar en cuenta... —y como el crujido del hielo en un lago invernal, su voz sonó imperiosa al sentenciar.— Vas a necesitar más que un arco... —sus sombríos ojos se hicieron penetrantes, el fuego azul en ellos enfervorizó como las llamas del sol en su cenit—, y una flecha para detenerme. —más que como irónica advertencia, lo dijo en honor a su férrea veracidad. Fue tan honesto como sus aspavientos podrían confesar.
AsarrRhage · M
En una mayor cercanía, las férreas pisadas de unas botas de cuero se escuchaban, como el sonido de cautelosos pasos siendo devorados sobre el milenario mantillo de tierra que cubría el suelo del bosque. Sus cabellos, brillantes como el oro batido se agitaron una vez, al compás de un silbo que dejaba el viento en su soplar sobre la copa de los altos robles. El frío vaho de su respiración se tornó más plácido y los olores marinos del arroyo le alcanzaron una vez más.
Cuando las palabras exclamadas llegaron hasta sus oídos, detuvose en seco, poco antes de abrirse camino por un arbusto pardusco y achaparrado.— ... —no musitó respuesta alguna, más que un crudo silencio desde sus fauces, que solo dejó escuchar al oído el crujir de las hojas y los vástagos donde aquél varón se había vadeaba con intenciones de mostrarse. Su mirada se tornó gélida, y sus míticos ojos brillantes se acentuaban, a medida que pensamientos iban y venían, pues aquél Ásgarðiano no conseguía reconocer la voz que demandó su presencia.
Una hosca expresión le frunció las facciones palidecidas, hasta que la sombra del hombre enhiesto emergió entre la bruma y del matojo. Alto, noble y garbo era aquél, ataviado con las robustas prendas de abrigo; distinguidas y propias de su alto linaje. Y cuando presenció a la torva mujer foránea, en una postura amenazante con el arco, alzó la diestra hasta la altura de sus hombros; a palma abierta, como un gesto de paz.
— ¡!... No dispares. —dijo el alto Rey de Kánalðar, con una voz vibrante pero con dejos suaves, que dejaban entrever su pacifismo.— No lo hagas. —repitió. Arqueó las cejas, y sesgó los párpados, examinándole con curiosidad, pues no recordaba le había visto antes. Sus beatos ojos se sembraron en aquélla mujer; mostrándose suspicaz. El sonido claro y nítido del agua, se escuchaba como un susurro cristalino. Estrechó precavidamente las distancias, hasta hallarse a unos varios pasos de la fémina.— Es curioso. —profirió con serenidad, bajando cuidadosamente su mano. Sus sentidos se hallaban en alza, atentos a garantizar que no fuese perforado por alguna flecha. Con una corta pero ágil atisbadura, sus ojos fugaces observaron a los costados, en caso de que hubiese alguien más acompañándole—. Me pregunto porqué... —pausó en un breve mutismo sus palabras—, un Arcadiano actuaría hostil en su propio bosque. —dijo, siendo tan asertivo y sagaz como de costumbre, pues comenzaba a comprender que la mujer no pertenecía a aquél lugar. Esta vez, alzó ambas manos a la altura de sus anchos hombros, haciendo que la oscura capa de marta cibelina que le cubría se abriese lo suficiente para mostrar que aquél se hallaba desprovisto de arma alguna. Esbozó una sutil sonrisa ladina al sentenciar.
Cuando las palabras exclamadas llegaron hasta sus oídos, detuvose en seco, poco antes de abrirse camino por un arbusto pardusco y achaparrado.— ... —no musitó respuesta alguna, más que un crudo silencio desde sus fauces, que solo dejó escuchar al oído el crujir de las hojas y los vástagos donde aquél varón se había vadeaba con intenciones de mostrarse. Su mirada se tornó gélida, y sus míticos ojos brillantes se acentuaban, a medida que pensamientos iban y venían, pues aquél Ásgarðiano no conseguía reconocer la voz que demandó su presencia.
Una hosca expresión le frunció las facciones palidecidas, hasta que la sombra del hombre enhiesto emergió entre la bruma y del matojo. Alto, noble y garbo era aquél, ataviado con las robustas prendas de abrigo; distinguidas y propias de su alto linaje. Y cuando presenció a la torva mujer foránea, en una postura amenazante con el arco, alzó la diestra hasta la altura de sus hombros; a palma abierta, como un gesto de paz.
— ¡!... No dispares. —dijo el alto Rey de Kánalðar, con una voz vibrante pero con dejos suaves, que dejaban entrever su pacifismo.— No lo hagas. —repitió. Arqueó las cejas, y sesgó los párpados, examinándole con curiosidad, pues no recordaba le había visto antes. Sus beatos ojos se sembraron en aquélla mujer; mostrándose suspicaz. El sonido claro y nítido del agua, se escuchaba como un susurro cristalino. Estrechó precavidamente las distancias, hasta hallarse a unos varios pasos de la fémina.— Es curioso. —profirió con serenidad, bajando cuidadosamente su mano. Sus sentidos se hallaban en alza, atentos a garantizar que no fuese perforado por alguna flecha. Con una corta pero ágil atisbadura, sus ojos fugaces observaron a los costados, en caso de que hubiese alguien más acompañándole—. Me pregunto porqué... —pausó en un breve mutismo sus palabras—, un Arcadiano actuaría hostil en su propio bosque. —dijo, siendo tan asertivo y sagaz como de costumbre, pues comenzaba a comprender que la mujer no pertenecía a aquél lugar. Esta vez, alzó ambas manos a la altura de sus anchos hombros, haciendo que la oscura capa de marta cibelina que le cubría se abriese lo suficiente para mostrar que aquél se hallaba desprovisto de arma alguna. Esbozó una sutil sonrisa ladina al sentenciar.
AsarrRhage · M
El tiempo no parecía ser indulgente, hacía frío, pues un viento arrebujaba y soplaba inclemente desde el norte, las tierras alrededor estaban lóbregas y grises. Las brumas envolvían aquél frondoso bosque, los arcaicos robles que le flanqueaban eran majestuosos y de oscuro follaje; una panorámica que le regocijaba, pues le hacían sentir como si sus pies se hallasen pisando casa.
Entre la ribera, en linde del prado, bajo una gran arcada de árboles canturreaba un inmaculado arroyo que le surcaba, de aguas centellantes y cristalinas, que se escabullían entre los recios dedos siniestros de un hombre que solía ser vistoso por su altura, nada descomunal, pero lo suficiente para ser un par de palmos más alto que el humano promedio. Aquél hombre, cuyo riachuelo le arrullaba la mano, esbozaba una sonrisa en sus fauces, veladas por la tupida barba rala; de oro cobrizo como sus cabellos lacios que yacían abrigados por un furtivo capuz de montero, prenda y parte de una robusta capa que abrigaba sus anchos hombros. «Es un bosque extraordinario, puedo sentir algún encantamiento seductor en el aire.» Se dijo así mismo, como fragmento de un soliloquio compuesto por halagos y admiración hacia Arcadia.
Inclinado hallábase, con sus rodillas flexionadas y la espalda corva, para gozar lo más próximo de los fascinantes obsequios que la naturaleza les dejó.
— ¿Hm? —pronto un sonido atrajo su atención de ipso facto, la voz de una mujer. Enhiesto volvióse, erguido sobre sus estribos, elevando el rostro con un mayestático cariz, hasta desnudar el místico centelleo de unos ojos celestes, como fuego diáfano y puro; con un exótico fulgor místico. Vistió la siniestra con un guante negro que colgaba en su cinto y comenzó a recorrer las cercanías con una mirada fugaz y en un ademán ceñudo, que percibía los nimios detalles hasta dar con la localización de la voz que sus prestos oídos escucharon.
El frío vaho manaba en cada respiración, y sus fuertes pómulos, aunque palidecidos era, yacían levemente coloreados por un rosáceo matiz. Aquél desvistió el capuz de su cabeza con ambas manos. Entre aquélla arcada de árboles, tranquilo se encaminó, aunque con una destreza muy propia de un montaraz, de pies acostumbrados a terrenos hostiles. Sus cabellos de oro le enmarcaban el rostro, y algunas hebras se escurrían en sus varoniles facciones. Habiéndose vestido en la bruma del bosque, los agudos sentidos avizorados parecían no advertirle peligro, pero lo sabía… sabía que había alguien más ahí con él.
— ¿Quién anda ahí? —sus bermejas fauces se fruncieron con amargura, y sus ojos tornáronse más afilados, más sesgados. Fue una pregunta dócil y sencilla, pero con voz tenante.
Entre la ribera, en linde del prado, bajo una gran arcada de árboles canturreaba un inmaculado arroyo que le surcaba, de aguas centellantes y cristalinas, que se escabullían entre los recios dedos siniestros de un hombre que solía ser vistoso por su altura, nada descomunal, pero lo suficiente para ser un par de palmos más alto que el humano promedio. Aquél hombre, cuyo riachuelo le arrullaba la mano, esbozaba una sonrisa en sus fauces, veladas por la tupida barba rala; de oro cobrizo como sus cabellos lacios que yacían abrigados por un furtivo capuz de montero, prenda y parte de una robusta capa que abrigaba sus anchos hombros. «Es un bosque extraordinario, puedo sentir algún encantamiento seductor en el aire.» Se dijo así mismo, como fragmento de un soliloquio compuesto por halagos y admiración hacia Arcadia.
Inclinado hallábase, con sus rodillas flexionadas y la espalda corva, para gozar lo más próximo de los fascinantes obsequios que la naturaleza les dejó.
— ¿Hm? —pronto un sonido atrajo su atención de ipso facto, la voz de una mujer. Enhiesto volvióse, erguido sobre sus estribos, elevando el rostro con un mayestático cariz, hasta desnudar el místico centelleo de unos ojos celestes, como fuego diáfano y puro; con un exótico fulgor místico. Vistió la siniestra con un guante negro que colgaba en su cinto y comenzó a recorrer las cercanías con una mirada fugaz y en un ademán ceñudo, que percibía los nimios detalles hasta dar con la localización de la voz que sus prestos oídos escucharon.
El frío vaho manaba en cada respiración, y sus fuertes pómulos, aunque palidecidos era, yacían levemente coloreados por un rosáceo matiz. Aquél desvistió el capuz de su cabeza con ambas manos. Entre aquélla arcada de árboles, tranquilo se encaminó, aunque con una destreza muy propia de un montaraz, de pies acostumbrados a terrenos hostiles. Sus cabellos de oro le enmarcaban el rostro, y algunas hebras se escurrían en sus varoniles facciones. Habiéndose vestido en la bruma del bosque, los agudos sentidos avizorados parecían no advertirle peligro, pero lo sabía… sabía que había alguien más ahí con él.
— ¿Quién anda ahí? —sus bermejas fauces se fruncieron con amargura, y sus ojos tornáronse más afilados, más sesgados. Fue una pregunta dócil y sencilla, pero con voz tenante.