»»— Lᴇᴛ’s ʜᴀᴠᴇ ᴀ ᴛᴏᴀsᴛ. Tᴏ ᴛʜᴇ ɪɴᴄᴏᴍᴘᴇᴛᴇɴᴄᴇ ᴏf ᴏᴜʀ ᴇɴᴇᴍɪᴇs —➤
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AsarrRhage · M
El tiempo no parecía ser indulgente, hacía frío, pues un viento arrebujaba y soplaba inclemente desde el norte, las tierras alrededor estaban lóbregas y grises. Las brumas envolvían aquél frondoso bosque, los arcaicos robles que le flanqueaban eran majestuosos y de oscuro follaje; una panorámica que le regocijaba, pues le hacían sentir como si sus pies se hallasen pisando casa.
Entre la ribera, en linde del prado, bajo una gran arcada de árboles canturreaba un inmaculado arroyo que le surcaba, de aguas centellantes y cristalinas, que se escabullían entre los recios dedos siniestros de un hombre que solía ser vistoso por su altura, nada descomunal, pero lo suficiente para ser un par de palmos más alto que el humano promedio. Aquél hombre, cuyo riachuelo le arrullaba la mano, esbozaba una sonrisa en sus fauces, veladas por la tupida barba rala; de oro cobrizo como sus cabellos lacios que yacían abrigados por un furtivo capuz de montero, prenda y parte de una robusta capa que abrigaba sus anchos hombros. «Es un bosque extraordinario, puedo sentir algún encantamiento seductor en el aire.» Se dijo así mismo, como fragmento de un soliloquio compuesto por halagos y admiración hacia Arcadia.
Inclinado hallábase, con sus rodillas flexionadas y la espalda corva, para gozar lo más próximo de los fascinantes obsequios que la naturaleza les dejó.
— ¿Hm? —pronto un sonido atrajo su atención de ipso facto, la voz de una mujer. Enhiesto volvióse, erguido sobre sus estribos, elevando el rostro con un mayestático cariz, hasta desnudar el místico centelleo de unos ojos celestes, como fuego diáfano y puro; con un exótico fulgor místico. Vistió la siniestra con un guante negro que colgaba en su cinto y comenzó a recorrer las cercanías con una mirada fugaz y en un ademán ceñudo, que percibía los nimios detalles hasta dar con la localización de la voz que sus prestos oídos escucharon.
El frío vaho manaba en cada respiración, y sus fuertes pómulos, aunque palidecidos era, yacían levemente coloreados por un rosáceo matiz. Aquél desvistió el capuz de su cabeza con ambas manos. Entre aquélla arcada de árboles, tranquilo se encaminó, aunque con una destreza muy propia de un montaraz, de pies acostumbrados a terrenos hostiles. Sus cabellos de oro le enmarcaban el rostro, y algunas hebras se escurrían en sus varoniles facciones. Habiéndose vestido en la bruma del bosque, los agudos sentidos avizorados parecían no advertirle peligro, pero lo sabía… sabía que había alguien más ahí con él.

— ¿Quién anda ahí? —sus bermejas fauces se fruncieron con amargura, y sus ojos tornáronse más afilados, más sesgados. Fue una pregunta dócil y sencilla, pero con voz tenante.
Entre la ribera, en linde del prado, bajo una gran arcada de árboles canturreaba un inmaculado arroyo que le surcaba, de aguas centellantes y cristalinas, que se escabullían entre los recios dedos siniestros de un hombre que solía ser vistoso por su altura, nada descomunal, pero lo suficiente para ser un par de palmos más alto que el humano promedio. Aquél hombre, cuyo riachuelo le arrullaba la mano, esbozaba una sonrisa en sus fauces, veladas por la tupida barba rala; de oro cobrizo como sus cabellos lacios que yacían abrigados por un furtivo capuz de montero, prenda y parte de una robusta capa que abrigaba sus anchos hombros. «Es un bosque extraordinario, puedo sentir algún encantamiento seductor en el aire.» Se dijo así mismo, como fragmento de un soliloquio compuesto por halagos y admiración hacia Arcadia.
Inclinado hallábase, con sus rodillas flexionadas y la espalda corva, para gozar lo más próximo de los fascinantes obsequios que la naturaleza les dejó.
— ¿Hm? —pronto un sonido atrajo su atención de ipso facto, la voz de una mujer. Enhiesto volvióse, erguido sobre sus estribos, elevando el rostro con un mayestático cariz, hasta desnudar el místico centelleo de unos ojos celestes, como fuego diáfano y puro; con un exótico fulgor místico. Vistió la siniestra con un guante negro que colgaba en su cinto y comenzó a recorrer las cercanías con una mirada fugaz y en un ademán ceñudo, que percibía los nimios detalles hasta dar con la localización de la voz que sus prestos oídos escucharon.
El frío vaho manaba en cada respiración, y sus fuertes pómulos, aunque palidecidos era, yacían levemente coloreados por un rosáceo matiz. Aquél desvistió el capuz de su cabeza con ambas manos. Entre aquélla arcada de árboles, tranquilo se encaminó, aunque con una destreza muy propia de un montaraz, de pies acostumbrados a terrenos hostiles. Sus cabellos de oro le enmarcaban el rostro, y algunas hebras se escurrían en sus varoniles facciones. Habiéndose vestido en la bruma del bosque, los agudos sentidos avizorados parecían no advertirle peligro, pero lo sabía… sabía que había alguien más ahí con él.

— ¿Quién anda ahí? —sus bermejas fauces se fruncieron con amargura, y sus ojos tornáronse más afilados, más sesgados. Fue una pregunta dócil y sencilla, pero con voz tenante.