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YuiK1533361 · 26-30, F
El tiempo parecía transcurrir lento y tortuoso. Las agujas del evento recientemente pasado parecían punzar nuevamente en su espalda como aquella tarde de verano, con su peso y dolor añadidos en la conciencia. Mantuvo los labios sellados caminando a su lado solamente para asistir al orgulloso Hirudora si era necesario y en cuanto él lo requirió con su gesto, ella se adelantó para abrir la puerta.

El tiempo en las inmediaciones del santuario era caprichoso como ese extraño microclima de miasma. La temperatura subió lo suficiente cuando ambos estaban por entrar a la edificación, y los copos de nieve se derritieron. Una lluvia inesperada y torrencial inició su curso, inclemente sobre aquellas dos almas penitentes.

No obstante la falta de palabras tenían a Yui en la total ignorancia; ella no advertía los efectos había tenido el poder del infantil serafín sobre el cuerpo del Tanizaki. Simplemente acató y respetó el hermetismo de aquel movida por la culpa, sintiendo la vibración atmosférica, casi irreal, del aire y las primeras e insistentes gotas de cielo invernal reinante aplacando las fuerzas en su cuerpo.

Abrió la puerta, cerró tras de sí cuando el maestro pasó y se quedó observándolo mientras se quitaba los zapatos en el genkan y dejaba su abrigo en el perchero; la casa lucía pulcra, ordenada, aunque con una pincelada de abandono por las constantes salidas de Katai. Ella no tenía consuelo para ofrecerle, menos en aquel nido cuyo silencio era aún más apabullante que lo que ofrecía el aire fuera de allí. Sentía que si escapaba una sola palabra de sus labios, por condescendiente o benevolente que esta fuera, desataría un caos, terreno que temía pisar, terreno que ansiaba escribir en su diario antes de comenzar; y aunque nada dijera, el evento parecía inminente. Dispuesta estuvo en ese instante, a ir por toallas para secar los cabellos de ambos, para aliviar los huesos del frío atronador con un café o para simplemente cambiar prendas húmedas por secas para dejarlo descansar, mas necesitaba un detonante, un deseo, un mínimo gesto por parte del artista.

Por eso no hizo nada. Con algunas guedejas lisas, empapadas pegadas a sus mejillas y el fuego índigo de sus ojos fijos en la figura masculina, el semblante ligeramente bajo, le esperó, impávida, ocultando su efervescente ansiedad. La mezcla de devoción, culpa y preocupación sobre las filigranas castañas que tejían los iris de Seikichi, estaban ocultas bajo el velo férreo de sus propias y trizadas máscaras.
 
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