70-79, F
Umis ya yétal, i valdëa nat... nas ya cenil.
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JB1535635 · F
───── Bosques, media noche.
El portal la botó de manera brusca y lo primero que percibió fue el dolor en las rodillas y las palmas de la mano. Se mantuvo en esa posición por unos instantes. Necesitaba recuperar el aliento. Necesitaba asimilar la idea que acababa de escapar una vez más y ya no tenía a una horda de criaturas siguiéndola por nada más que la esencia que encerraba dentro de ella. Jenna jadeó en su lugar, buscó rellenar sus pulmones, en un primer momento, con desesperación. Esto solo causó una sensación de ardor que respondió con un quejido hondo. Cerró los ojos, intentando silenciar cuantos sentidos pudiera hasta que recuperara la compostura. O así lo camuflaba ella cuando se trataba de algo más primario y natural: miedo. Bane, la que se jactaba de aquella emoción, en ese rincón del mundo y en esos precisos instantes estaba silenciando todas las alarmas que se habían disparado por ese sentimiento.
Lo que empezó como bocanadas de aire poco a poco fue convirtiéndose en jadeos que dejaban tímidos vahos de rastros. Sus dedos se deslizaron por la tierra y encerraron montones de esta, permitiendo así que el tacto le recordara que continuaba allí. Apretó los labios formando una fina línea y tragó en seco. Solo cuando el ardor de palmas y rodillas dejó de resonar tan fuerte en su cabeza, Jenna alzó la cabeza. Abrió los ojos y su ceño se frunció en señal de confusión, porque poco o nada logró descifrar todo lo que la rodeaba. Lo suyo era caer en callejones corroídos por la humedad y suciedad, baños pestilentes y, por qué no, en medio de saunas nudistas. Cada caída brusca la dejaba en un lugar más problemático.
Sin embargo, los bosques eran un terreno poco común.
Por no decir, poco bienvenidos.
Los bosques estaban ligados a Myrcella. A los caminos que trazaba en estos para llegar con Sebastian. A los entrenamientos secretos, las reuniones fortuitas con el espadachín y una prohibida felicidad. Una prohibida felicidad que terminó desencadenando una serie de infortunios que Jenna, conforme se levantaba del suelo, no estaba dispuesta a recordar. El hormigueo en la punta de sus dedos fue la tentativa a que lo pensara dos veces. Y por ello, el recipiente de Samael alzó el dije en forma de rosa que descansaba sobre su pecho. La luz, débil pero suficiente, que se colaba entre las copas de los árboles le mostró que no tenía la energía necesaria para formar otro portal y largarse de allí. Rose, el dije, no emitía los clásicos destellos azules. Solo se reducía a un instrumento plateado, lo cual no ayudó en el ánimo de Bane que se despeinó, aún más, la melena.
¿Frustada? Sí.
¿Sin ideas? También.
La idea de quedarse allí parada era la más sensata. Jenna observaba lo que tenía al frente con recelo. No por posibles criaturas salvajes o la probabilidad de torcerse el tobillo en una mala pisada. No, eso era más fácil de enfrentar. Se trataba de Myrcella. Jenna desconfiaba de muchas cosas. En especial de su propio control respecto a las visiones que la atacaban sin tregua alguna cada vez que algo rozaba lo familiar en el fondo de su cabeza. Si avanzaba, podría desencadenar una visión. No tendría a quien la ayudara. No tendría cómo devolverse a su identidad actual de manera rápida. Sin embargo, si se quedaba, seguro que no tardaría en arrastrarse como el ser inquieto que era. Inquieto e inconforme, porque Jenna no tardó en inclinarse y recoger lo que se encontraba a unos centímetros de distancia de su pie: su arma. Esta se camufló en el anillo del meñique de su diestra.
Una mirada más hacia el frente. Jenna resopló y asintió con la cabeza—. Todo va a estar bien —mintió. Solo que para sí misma antes de empezar la marcha, viendo donde pisaba, deteniéndose al sonido de ramas rompiéndose y concentrándose en estos estímulos. Ignorando, de manera deliberada, el hormigueo que empezaba a subir por sus dedos como el preludio de alguien en el fondo de su cabeza que empezaba a encontrar en ese pedazo de naturaleza una parte de lo que había sido. Myrcella deseaba abrirse paso y, con ello, demostrar que el tema de la reencarnación era más molestoso que tener que cuidarte de visiones y convulsiones.
El portal la botó de manera brusca y lo primero que percibió fue el dolor en las rodillas y las palmas de la mano. Se mantuvo en esa posición por unos instantes. Necesitaba recuperar el aliento. Necesitaba asimilar la idea que acababa de escapar una vez más y ya no tenía a una horda de criaturas siguiéndola por nada más que la esencia que encerraba dentro de ella. Jenna jadeó en su lugar, buscó rellenar sus pulmones, en un primer momento, con desesperación. Esto solo causó una sensación de ardor que respondió con un quejido hondo. Cerró los ojos, intentando silenciar cuantos sentidos pudiera hasta que recuperara la compostura. O así lo camuflaba ella cuando se trataba de algo más primario y natural: miedo. Bane, la que se jactaba de aquella emoción, en ese rincón del mundo y en esos precisos instantes estaba silenciando todas las alarmas que se habían disparado por ese sentimiento.
Lo que empezó como bocanadas de aire poco a poco fue convirtiéndose en jadeos que dejaban tímidos vahos de rastros. Sus dedos se deslizaron por la tierra y encerraron montones de esta, permitiendo así que el tacto le recordara que continuaba allí. Apretó los labios formando una fina línea y tragó en seco. Solo cuando el ardor de palmas y rodillas dejó de resonar tan fuerte en su cabeza, Jenna alzó la cabeza. Abrió los ojos y su ceño se frunció en señal de confusión, porque poco o nada logró descifrar todo lo que la rodeaba. Lo suyo era caer en callejones corroídos por la humedad y suciedad, baños pestilentes y, por qué no, en medio de saunas nudistas. Cada caída brusca la dejaba en un lugar más problemático.
Sin embargo, los bosques eran un terreno poco común.
Por no decir, poco bienvenidos.
Los bosques estaban ligados a Myrcella. A los caminos que trazaba en estos para llegar con Sebastian. A los entrenamientos secretos, las reuniones fortuitas con el espadachín y una prohibida felicidad. Una prohibida felicidad que terminó desencadenando una serie de infortunios que Jenna, conforme se levantaba del suelo, no estaba dispuesta a recordar. El hormigueo en la punta de sus dedos fue la tentativa a que lo pensara dos veces. Y por ello, el recipiente de Samael alzó el dije en forma de rosa que descansaba sobre su pecho. La luz, débil pero suficiente, que se colaba entre las copas de los árboles le mostró que no tenía la energía necesaria para formar otro portal y largarse de allí. Rose, el dije, no emitía los clásicos destellos azules. Solo se reducía a un instrumento plateado, lo cual no ayudó en el ánimo de Bane que se despeinó, aún más, la melena.
¿Frustada? Sí.
¿Sin ideas? También.
La idea de quedarse allí parada era la más sensata. Jenna observaba lo que tenía al frente con recelo. No por posibles criaturas salvajes o la probabilidad de torcerse el tobillo en una mala pisada. No, eso era más fácil de enfrentar. Se trataba de Myrcella. Jenna desconfiaba de muchas cosas. En especial de su propio control respecto a las visiones que la atacaban sin tregua alguna cada vez que algo rozaba lo familiar en el fondo de su cabeza. Si avanzaba, podría desencadenar una visión. No tendría a quien la ayudara. No tendría cómo devolverse a su identidad actual de manera rápida. Sin embargo, si se quedaba, seguro que no tardaría en arrastrarse como el ser inquieto que era. Inquieto e inconforme, porque Jenna no tardó en inclinarse y recoger lo que se encontraba a unos centímetros de distancia de su pie: su arma. Esta se camufló en el anillo del meñique de su diestra.
Una mirada más hacia el frente. Jenna resopló y asintió con la cabeza—. Todo va a estar bien —mintió. Solo que para sí misma antes de empezar la marcha, viendo donde pisaba, deteniéndose al sonido de ramas rompiéndose y concentrándose en estos estímulos. Ignorando, de manera deliberada, el hormigueo que empezaba a subir por sus dedos como el preludio de alguien en el fondo de su cabeza que empezaba a encontrar en ese pedazo de naturaleza una parte de lo que había sido. Myrcella deseaba abrirse paso y, con ello, demostrar que el tema de la reencarnación era más molestoso que tener que cuidarte de visiones y convulsiones.