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Divino para los hombres; maldito para los dioses; humano para sí mismo.
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U1569943 · 100+, F
He sido contaminada por la semilla de los dioses.— Sentenció, palpándose el vientre hinchado. Las nodrizas murmuraban que se trataba de gemelos, o incluso trillizos, a juzgar por el tamaño.

Fueron dos días y dos noches hasta el atardecer del tercero en el que el milagro se consumó. Fueron nueve meses en los que la chamana, Urraca, embarazó en circunstancias insólitas.

Los desgarradores alaridos cesaron el momento en que el sol se encontraba a pleno descenso. Bajo un cielo ensangrentado, la chamana descansó la cabeza en las pieles. Los lugareños, habitantes de un pequeño pueblo cercano, contemplaban con ojos atónitos. La fatiga, al borde del colapso, no le permitió vislumbrar al retoño que recién había parido, mordiendo el pezón. El cuerpo dejaba de responder una vez había cesado el trabajo de parto. Lo que sí pudo escuchar, entre la conmoción, fueron los chillidos animales. Las nodrizas acortaron las distancias con horror, para levantarla por las axilas. Sus rodillas cedían. El cordón umbilical acariciaba sus piernas, una sensación que, desde el recuerdo, le revolvía el estómago.

La energía volvería en ella cuando, tras unos momentos de confusión y de nublada vista, logró enfocar su atención en la criatura. La exclamación no se manifestó fuera de su árida garganta.



Una criatura, de rostro cánido y dentado, gritaba erguido como el polluelo que aguarda por su comida en el nido. Dotado con alas, las sacudía, elevando el polvo. Bajo él se hallaba otro igual, mas se notaba deshidratado, escuálido. No parecía haber sobrevivido, con su hermano encima, reclamando su sustento.

El sol sucumbía engullido por las fauces, antes de que se perdiese en el horizonte. Una promesa se selló, y una profecía floreció en el crepúsculo.

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Corría el amanecer del inicio de invierno. La mula rebuznaba, permitiendo hidratarse con las partículas de nieve que se posaban en su lengua. El camino de sus pasos se borraba bajo el manto de nieve. Se presentaron a las puertas del mercado siendo inaugurado. Los cascabeles tintineaban en una placentera sucesión de sonidos que traían paz a las mentes que lo escuchaban. De su bastón tendían, anunciando su llegada. Las miradas solo se podían dirigir a la bolsa que tendía de su cuello, allá donde se hallaba lo extraordinario, lo irreal. Con una mano sostenía su peso, con la otra, cargaba un fragmento de cuarzo ahumado que centelleaba aún en su cualidad opaca.

Descendió de la montura en cuanto dio con el pesebre donde disponer al animal.
Las noticias habían dado de qué hablar. La chamana había retornado, como era ordinario, a limpiar con sus minerales y rituales la energía de aquella fresca mañana. El cambio de estación requería de su mano en la honra de los espíritus, la comida así fuera servida en buen estado, las impurezas ingeridas en los cristales, y la salud de aquellos que la sufragaban radiase con las danzas y los cantos en celebración por los ancestros.

El eco de los tambores y cantos de guerra fluían en las calles, glorificaban su llegada al puente entre los vivos y los muertos, así como también anunciaban al mundo, al enemigo, su fuerza y poder. La tierra reverberaba y con ella, los corazones de quienes la sentían.

 
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