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AsarrRhage · M
Con aquella mañana, había vuelto la grisácea luz; pues en las regiones altas canturreaba y soplaba aún el viento en los páramos del Norte, pero abajo; sobre las rocas y los robles, embellecidos por el suave frío de la cellisca, que de blanco como lirio mancillaba el entorno a su presto paso, el aire parecía muerto, helado; sofocante a levedad.

Una arcaica balsa, vieja como fósil; de maderos sólidos como los vástagos del ‘Árbol del mundo’, cruzaba los estrechos de un río con dócil prisa, como si un enjambre de escarabajos se tratase. Aguas escarchadas en hielo, se encontraban con golpes suaves que terminarían por mecerse en los costados del babor y estribor; a su vez siendo arrollados por la proa. Manso pero profundo era el blandir del remo que sacudía aquél añil riachuelo, cuya pétrea soga atada a la zaga de la humilde embarcación, arrastraba consigo un plomizo árbol; enorme pero marchito, con bravías cisuras producto de los cortes de algún hacha que le derribó.

Aprisa recorrían, criaturas místicas de alzadas astas; bañadas de magia azul, pero de cérvida apariencia; pues no eran venados comunes, su piel era pálida como la nieve, y mucho más altos. Algo habióles ahuyentado. «¿Algún forastero en éstas tierras olvidadas?», se dijo en la privacidad de sus pensamientos, el fornido varón que remaba; de excepcional altura, abrigado por una robusta capa negra; al igual que su encubierto vestuario, atada con un reluciente broche de oro —como seña de linaje—, además de un silvestre pelaje abultando sus anchos hombros y un furtivo capuz de montero. Pese a que sus sentidos ya habríanle advertido sobre una nueva naturaleza deambulando el gélido bosque, no parecía inmutarse por ello.

Detuvo la balsa, atándola en un pequeño muelle cuya vieja madera crujía con los férreos pasos del varón, cuyo camino elevado recorrió, hasta llegar pequeña casa desvalida en la cresta de una colina, estibando en su hombro diestro; como si de un tronco cualquier se tratase, el enorme roble que no figuraba peso alguno para aquél montaraz.

Un gran estruendo resonó los suelos, al dejar caer aquél árbol en las proximidades de la raída cabaña, y aquél hombre, permaneció erguido sobre sus estribos, elevando el rostro con un mayestático cariz, hasta desnudar el místico centelleo de unos ojos celestes, diáfanos y puros; con un exótico resplandor inusual. Empero, su ceñudo ademán, se veía más curioso que bélico; parecía tener indicios sobre quién se aproximaba hasta su morada, clavando su mirada al llano camino empedrado, donde descendía su colina pero guiaba justo en dirección hasta aquél, hasta que sus ojos comenzaron a percibir la difusa silueta de quien se aproximaba…

«Lo presentía…
¿Qué buenas o amargas nuevas traes contigo ésta vez, Diávolos?»