Ahí estaba él, como una erguida escolta que seguía los pasos ajenos, haciendo eco con sus escarpes. Una figura de azul; en las túnicas engalanadas que vestía, y plata, sobre la armadura brillante que les revestía; fastos propios de un monarca de su talle. Sus labios permanecían enmudecidos, mientras sus ojos; resplandecientes de un místico matiz cetrino e índigo, se movían y se le iluminaban escudriñando los alrededores, a medida que los pensamientos le iban y le venían.

El soplo del viento le arrebujó, poblándose de pétalos violáceos, blancos y rosas que mecían tanto en su coraza, como en su dorado cabello y su palidecido rostro juvenil, de una belleza imperecedera que se había conservado ya desde la antigua edad de los reyes; en las memorias de la vieja Britania. Sin embargo, se le veía tan rozagante como si en sus venas corriese un fuego nuevo, una virtud y una voluntad de un propósito que pensaba cumplir, proteger del mundo de los grandes males que le subyugan, [...]