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Los días yacían sobre atardeceres de profundos naranjas, colores típicos que daban preludio al otoño. Era fácil notar el cambio de estación; a la calle llegaban brisas de un débil frío, agradable; el verde intenso de los árboles se perdía, ciñéndose de bermejo y no había apenas gente (más en la noche). En general, la sociedad percibe septiembre como una época de transición hacia las responsabilidades: académicas, laborales...
 
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Parece ser que, en la más profunda oscuridad del antro, sus manos se aferran al cuello de un hombre. Sentado sobre él, lo asfixia con la fuerza de una bestia. Que no pueda ver es intrascendente frente a los alaridos y quejidos de a quién está matando de poco a poco; su cuello es demasiado fuerte, aguanta. Sabe que lo está haciendo bien.

En unos instantes contempla cómo pierde voluntad para defenderse, sus brazos ceden en fuerza y su cuerpo da los últimos signos de vida en moribundos suspiros, sin aire apenas. La persona se diferencia del hombre porque porta una máscara de goma de caballo, a compañía de un traje de chaqueta deshilachado.

La persona se preocupa en arrastrar el cuerpo de un hombre de ochenta kilos, con una constitución (aparentemente débil) que logra llevar sin problemas.
 
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