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行く人なしに
秋のくれ >>
// Este camino nadie ya lo recorre salvo el crepúsculo // - Bashō
 
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ね...

Le llamó; con la misma voz dulce y lozana de antes.

古多万 いつでも 人間の世話をするよ。

Explicó, a sabiendas de que él no le entendería. Pero era intencionado: la clave no era que entendiera el mensaje, sino que lo sintiera a través de la tesitura de su voz, casi maternal.Gesticulaba con sus manos, muy expresivas. Su mensaje era: “las criaturas del bosque siempre cuidan de los humanos”


だから、 心配しないで。

Aseguró. O al menos eso hizo entender, conforme un insistente asentimiento le descolocó algunos mechones húmedos de su peinado de por sí hecho un desastre; “por eso, no debes preocuparte”

Silencio; la lluvia parecía un tamborileo incesante de Dios, sobre el techo del templecillo. El débil crepitar de las llamas y el ocasionar aplauso de las hojas de los árboles. Era como una fiestecilla para los seres más allá de ambos; o de ella.

Una sutil mirada sobre el hombro, para ver a su compañero.

Él sin duda no lucía como un humano común y corriente; no, él poseía una energía profunda. Tal vez era su imaginación, pero el muchacho guardaba algo en sí mismo. Recelosamente.


Pero no le tenía miedo, sino todo lo contrario: gratitud. Por eso al estar sentada en la postura tradicional de su gente, se hizo girar con las manos para verlo de frente.
Tras unos minutos de caminata, ambos llegaron a un refugio de madera; austero, sí, pero en medio de la lluvia y el frío sabía a la más reconfortante de las mansiones. La luz que provenía del interior le hizo dudar inicialmente; ¿entrar o no entrar? ¿Y si había un habitante? No quería molestar, ni hurtar su refugio.

Menos mal estaba vacío; no pudo contar el número de velas encendidas, pero vaya que supo conducir a ambos hacia ellas, para recibir el calor que generaban. El altar principal al fondo, propiciaba una sensación de extrema profundidad. Aún a pesar de que el lugar fuera, por menos, angosto.

Cuidadosamente se fue hincando para ayudar al muchacho a sentarse o recostarse según fuera su necesidad.

Probablemente ambos tenían la misma sensación: por fin, después de un buen rato, podían regalarse un gran suspiro hasta inflar todos sus pulmones y consentir a su órgano olfativo del delicioso aroma a petricor y madera.
Qué entereza disimulaba su cuerpo; aunque fuera pequeño y delgaducho, podría dar soporte a quien le necesitara. O en ese momento al menos lo daba al amable extraño que le ofreció resguardó de la lluvia impía.

Una cálida sensación de gratitud y compañerismo la hizo asentir un par de veces, a modo de agradecimiento.

Había baches camuflajeados entre el musgo y las hierbas, y el pasto; paseos empedrados que conducían a templecillos postrados para los Dioses del bosque. Al ser una zona recóndita, muchos se olvidaban de ofrendarle a las deidades; sólo se veían cuencos vacíos y palillos viejos que en su momento fueron olorosos inciensos honrando a la deidad en turno.

Por eso era importante ver y escuchar al bosque; a veces el viento producía murmullos dentro de las cavidades de piedra donde lucía ya fuera el dios Tanuki, o el dios zorro Inari. Y allí, donde hubiera templecillos, había resguardo para el afligido o el necesitado.
Señaló la dirección donde quería ir, dependiendo enteramente de ella para entender a sus bosques, pues aunque él podía interpretar el camino según su perfecta orientación, sólo ella sabría darle sentido para evitar otro accidente similar al suyo.
Un distante rayo les quitó la calma de tan pía precipitación, notificando su ímpetu próximo.

El griego portaba honor en sus valores y una amplia tela sobre sus hombros, por eso, prontamente se apoyó de una gran roca hasta quedar erguido, manteniendo el equilibrio con uno de sus pies para no comprometer el placebo herbal del otro. Ladeó su torso con el fin de despojarse de la clámide escarlata cubriendo su quitón blanco. “Sígueme” quiso decir, pero sus palabras serían vanas. Por eso solo la miró un instante como ella antes a él, queriendo obtener ese mismo voto de confianza para envolverla en lo que entonces se convirtió en una capa con capucha. Tendrían que caminar uno contra el otro, pues él requería de sustento.

Durante su paso a desnivel, antes de caer, había visto lo que él quiso creer como un templo abandonado ahogado entre los coníferos subtropicales de Japón.
Un nuevo quejido, con un agresivo deje en su diáfano color de ojos, apareció - Τι κάνεις; Κανε πισω!– detonó en su idioma natal, recordando ese abismo entre los dos. Pero desde ahí, las diferencias no las remarcó únicamente su piel morena versus el lechoso cutis, sino la incapacidad de él para mantener la boca cerrada contra el femenino discreto de ella. Un encanto que supo moldear a un hombre incluso de su edad.

Uno que dejó expuesta la ignorancia de sus idiomas y estableció la inutilidad de quererse entender.

Las manos diestras envolvieron su lesión interna con tesitura, el fresco de las hierbas sensibilizó todos sus sentidos que fueron también saludados por las gotas de lluvia dúctil. Su nariz primero, luego sus pómulos y tras un parpadeo brusco, acusó la invasión a su globo ocular. Varios segundos después, el malestar pasó a ser la lluvia y el consuelo aquella venda improvisada.
El miedo los tenía abrumados, o por lo menos eso pudo distinguir por debajo de las pálidas y casi nulas gesticulaciones de la menor emergiendo de entre las piedras, tan blanca y espléndida como el más místico de los espíritus que pudiese imaginar con las pocas representaciones pictóricas notadas durante su paso por las villas niponas. Tuvo que bajar los ojos y ver los pies, o por lo menos el arrastre de la tela, tocar el suelo, para asegurarse de haber sido encontrado por un ser vivo. Un humano como él.

En ese entonces, todo parecía normal.

Sin embargo, como un reflejo de defensa y de sobresalto, contrajo la pierna junto con una parte de su cuerpo intentando escabullirse de su tacto...
[c=#592D43][i] Con manos hábiles empezó a seleccionar las hierbas con una medida más de la que pudiera ser necesaria; lo que siguió está de sobra especificarlo pues, más que pronto, volvió ante el extraño desconocido.

Sabía que no iban a entenderse con palabras; él tendría su idioma, y ella el propio. Pero con gestos le dio instrucciones: no temer, confiar en ella, lo curará.

Y así, con la sutileza y delicadeza propia de las manos de un artista, empezó a preparar un amasijo de hierbas. Hincada nuevamente frente al muchacho, usó las piernas propias para "recostar" la pierna herida; y se tomó su tiempo en un masaje profundo con la mezcla que resultaría perfecta para desinflamar y quitar el dolor.

Durante el proceso no lo miró a los ojos; se notaba muy concentrada, aferrada en mejorar la condición del varón. Lo siguiente sería rápido y sencillo: cortó un largo retazo de la yukata simple de lino que traía encima e improvisó una venda firme y tensa, que ayudara con su propósito.
[

Y si nos refiriéramos a presencias poco comunes, la que tenía frente a sus ojos era, por mucho, la efigie que más distaba de la gente que solía ver.

Un extranjero. Un extranjero en problemas.

Al principio desconfió; era común que en tiempos así los suyos desconfiaran. Se puso de pie y echó a andar, lejos... Pero la consciencia la detuvo.

¿Qué tipo de persona dejaría atrás a un herido?

Aprovechó la lejanía; los Dioses del bosque y las hierbas estuvieron de su lado.
Allí, a su lado, un arbusto de hierbas que conocía medicinales: agrimonia y menta, con el rocío de una lluvia que apenas empezaba; una lluvia gentil que,
a los perdidos, les daba la oportunidad de regresar a casa.

Pero ella -y lo asumió- el extranjero, no tenían un hogar.



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