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Esa noche tenía un color distinto. El otoño, así como el final de la tarde cerraban sus ojos paulatinamente, mostrándose propensos a hibernar, cuando Katai Yui y Tanizaki Seikichi se alejaban de la roída fachada del templo desolado que habían decidido visitar. Tras una larga tarde de karaoke en el pueblo, la japonesa había expresado su deseo de estar a solas con el maestro.

— Aquí nos conocimos, el día en que pediste mi teléfono ¿Recuerdas?
 
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Los vio alejarse con aquella sonrisa subliminal entre sus labios tentadores, había matado dos pájaros de un solo tiro y esto le ahorró mucho tiempo. Regresó al interior del Honden ahora en paz; quietud metafísica que hasta los seres ordinarios podían percibir al haber desaparecido el típico peso en los hombros, la presión en el pecho y la sensación de vigilancia aterradora que era común en lugares con pasados trémulos. Algo había hecho aquel hombre.

- Lady Iriel - Murmuró a lo bajo mientras miraba la esfera en su mano.

Cual perro de Tíndalos hacia una de las esquinas del lugar caminó, allí donde la oscuridad se aglomeraba en una especie de viscosidad palpitante y húmeda que al sentirlo cerca extendió unos tentáculos tímidos que envolvieron al peliplata y lo arrastraron consigo a través de aquel portal dimensional haciéndolo desaparecer.
 
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