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Esa noche tenía un color distinto. El otoño, así como el final de la tarde cerraban sus ojos paulatinamente, mostrándose propensos a hibernar, cuando Katai Yui y Tanizaki Seikichi se alejaban de la roída fachada del templo desolado que habían decidido visitar. Tras una larga tarde de karaoke en el pueblo, la japonesa había expresado su deseo de estar a solas con el maestro.

— Aquí nos conocimos, el día en que pediste mi teléfono ¿Recuerdas?
 
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YuiK1533361 · 26-30, F
Mientras se retiraba pudo oír con claridad la voz de Seikichi. Conocía su temple inquebrantable y aunque sabía en esta oportunidad temblaba, no le contuvo ni quiso quedarse más. Caminaba lento para poder oír esa parla tan sabia por parte del japonés, comprendiendo que la tradición puede traer consigo ignorancias, debilidades, pero consciencia de ellas y a la vez orgullo por ser capaz de superarlas valiéndose de la disciplina. Y tal fue ese humilde orgullo destilando de los labios del artista que Yui se empapó de ello, pero no por sí misma, sino por él.

En el momento que escuchó los pasos del maestro aproximándose hacia ella y sintió el tacto de su mano, retornó su faz para observarlo mientras entrecruzaba sus dedos con los de él, dedicándole una suave sonrisa.
 
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