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Esa noche tenía un color distinto. El otoño, así como el final de la tarde cerraban sus ojos paulatinamente, mostrándose propensos a hibernar, cuando Katai Yui y Tanizaki Seikichi se alejaban de la roída fachada del templo desolado que habían decidido visitar. Tras una larga tarde de karaoke en el pueblo, la japonesa había expresado su deseo de estar a solas con el maestro.

— Aquí nos conocimos, el día en que pediste mi teléfono ¿Recuerdas?
 
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Entendía lo que decía Seikichi a la perfección, él al igual que muchos otros que no son de ese mundo, admiraban a los humanos con sus falencias, que los hacen fuertes, y por sus virtudes, que los separaban del resto. Aquel hombre a su frente manifestaba un orgullo vehemente por su raza, por su trabajo, por su arte y esto le agradó tanto al ser al que llaman demonio y un sinfín de epítetos más, que le hizo esbozar una sonrisa sin ningún dejo de soberbia, al contrario, es la manifestación de una satisfacción interior al haber encontrado una respuesta y tumbado con facilidad aquella fachada del maestro perfecto y duro, porque los títulos van, vienen y cualquiera puede ostentarlos, lo que importa es la valía y lo que se está dispuesto a sacrificar por lo que te hace sentir y seguir avante.

No promulgó respuesta alguna, no por debilidad y falta de fundamento, algo que quizá Yui muy en su interior lo supiese, junto a la verdad que (...)(1)
 
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