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Esa noche tenía un color distinto. El otoño, así como el final de la tarde cerraban sus ojos paulatinamente, mostrándose propensos a hibernar, cuando Katai Yui y Tanizaki Seikichi se alejaban de la roída fachada del templo desolado que habían decidido visitar. Tras una larga tarde de karaoke en el pueblo, la japonesa había expresado su deseo de estar a solas con el maestro.

— Aquí nos conocimos, el día en que pediste mi teléfono ¿Recuerdas?
 
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es siempre, humanidad. No importa que tan pulida este su tinta, ni que tan disciplinado sea el hombre que domina la herramienta, siempre será un humano. Y eso es justamente lo que hace tan precioso el esfuerzo ¿Para que mirar el cielo? ¿Para que esperar que esos tenshis, esos yokais anhelen mi presencia? Esos viejos maestros estarán bien en sus mundos de sueños, alejados de la inmundicia y la fragilidad del mundo...¿Cómo explicarles a ellos? A ti, mira...

Y elevó su mano, aquella que sostenía todavía la bufanda que alzó. Todavía temblaba, de la desgracia misma podía precisar, por un momento muy breve, acondicionar un pequeño rincón de orgullo.

Es un orgullo el sentir, está es la honestidad del humano, la gracia del hombre es hermosa en su imperfección y eso es lo que lo hace contradictoriamente perfecta; ser libre en su propia fragilidad. Yo no estoy hecho en semejanza de ningún otro maestro.

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