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Esa noche tenía un color distinto. El otoño, así como el final de la tarde cerraban sus ojos paulatinamente, mostrándose propensos a hibernar, cuando Katai Yui y Tanizaki Seikichi se alejaban de la roída fachada del templo desolado que habían decidido visitar. Tras una larga tarde de karaoke en el pueblo, la japonesa había expresado su deseo de estar a solas con el maestro.

— Aquí nos conocimos, el día en que pediste mi teléfono ¿Recuerdas?
 
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Uhg. Su suspiro enjuicia su sensación ¿De donde viene ese sentimiento tan terrible? Esa incapacidad que tenía de regular su propio cuerpo convocaba desde sus propios celos a su usual vanidad, un descontento terrible es que el Maestro carga, y esta dispuesto a descargarlo sobre los otros, especialmente el culpable de esto. El humo desde sus labios escapa tras haber encendido aquel cigarrillo, que flagelante mutaba en una relajante estela que bastaba para ahora señalar que volvía a estar bajo su propia naturaleza y no condicionado por ese...¿Veneno? No podía asegurarlo más que por las propias palabras sumadas las obvias actitudes de Yui. Se sentía más agotado que de costumbre, lógico, para un humano que es demasiado humano las sensaciones recibidas se multiplicaban exponencialmente, y no solo su cuerpo, sino su mente entrenada (afilada como sus pinceletas) intentó vanamente resistir.

Si mis manos tiemblan es porque mi cuerpo siente, la humanidad...
 
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