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AsarrRhage · M
Como si fuese la edad cana de los Hombres mortales, con tintes cenicientos el crudo invierno había caído en el despuntar del día gris y sombrío. El viento canturreaba, aullando gélido desde el norte hasta cobijar todo cuanto veía, sobre las rocas y los robles, la pastura y los brezos de la hierba; incluso los ríos que corrían, embellecidos por el suave frío de la cellisca que les vistió. Entre presunciones y misticismos, se dice que en los bosques merodean formas pavorosas y oscuras, “[i]cosas[/i]” innombrables capaces de helar la sangre en las venas. Un rugido en los cielos atronó, rasgándose en un fuerte resplandor; cuan rutilante aguja, sobre el celaje. Trepidó la tierra con sutil ligereza, antes de verse apaciguada.

[center][i]❛[b]El invierno no tiene Rey, eso dicen los susurros.
Pero si ha de tener uno, sin duda sería él.[/b]❜[/i][/center]

Aunque pudiese concebirse en los pensamientos, aquello no era vísperas de alguna fraguada tormenta, pero sí que traía consigo algo más allá de lo humano. Como al conjuro de aquél ruido, una figura que apareció de súbito se encaminó hacia las puertas del —recién inaugurado— mercado. La nieve crujía bajo férreas pisadas de unas botas de cuero, de aquél que parecía un hombre, hercúleo y de gran talla; erguido en sus estribos e imperturbable como un rey. Entre los atavíos, que más tarde viéronse al desvanecerse la espesa bruma que le envolvía, vestía una espléndida capa de marta cibelina descansando sobre sus hombros, gruesa, suave y negra como las plumas de los cuervos, con —además— un holgada capucha sobre la cabeza, que le ensombrecía los ojos. En su rostro, solo se le veía, enmarcando unos bermejos labios, una enmarañada barba castaña y tupida; rociada en tintes dorados.

Avanzó y una vez llegado a las puertas, miradas curiosas se le sembraron, sin embargo, aquél no dedicó más que impavidez y desinterés. Solía atraer atenciones por su montaraz apariencia, pero para algún brujo —o derivados del mismo—, podrían percibir algo más en él, algo místico, como si un aura le envolviese permitiendo escuchar el eco estridente de un clamor aguerrido. El varón desvistió los guantes en sus manos, y los colgó en el robusto cinto que le ceñía el talle. La nieve se mecía en calma y un vaho manó de sus fauces.

Una sonrisa, ladina y pícara esbozó, una vez que a sus oídos llegó el redoble de tambores desde sus aledaños, y con ellos, algún susurro sobre una chamana. Una esencia señera le atemperó los sentidos, como si las energías fuesen límpidas, y así, el alto varón misterioso comenzó a explorar el lugar, caminando por algunas de las calles de piedra, como una sombra que creaba incertidumbres a su paso. ¿En búsqueda de algo? Quién sabe, algún enigma que quizás luego pueda desvelarse.
 
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