Estaba en el más profundo sueño que lo había podido dominar fuera de un volcán. Se encontraba en el bosque adyacente al último volcán que había fungido como su hogar en Terra; en una forma híbrida carente de toda energía que mostraba a leguas su debilidad. Su piel entera estaba quemada y cubierta de cenizas; sus túnicas negras, completamente desechas, abiertas, dejando expuesto todo su torso malherido, que se movía de arriba abajo, con una respiración irregular y agotada.
Le reconoció al instante, pues solo un centenar de años había pasado desde que escuchó sus gritos en lo alto del cielo, y para quien había vivido decenas de miles de años, cien parecían unos pocos días.
Soltó sus delgadas muñecas y con un quejido profundo se movió para volver a quedar sobre su espalda. Tras escuchar lo último, aunque no mostró cambio en su expresión derrotada, cayó en cuenta del lugar en el que había caído inconsciente. Ciertamente era abierto, descampado, muy a la vista de cualquiera que quisiera hacerle daño.
—No sé dónde estamos...
Susurró con voz ronca y cansada, todavía sin lograr respirar calmadamente. No sabía dónde estaba y por tanto, no sabía a dónde moverse.
