Para cuando se dio cuenta el sol ya había asomado a través del horizonte, bañando con una particular luminosidad grisácea la mansión envuelta por la neblina matutina de un día frío. Él, sin dormir y sin mucho que hacer, ocupó como asiento el banco del piano de cola en la sala y se dispuso a matizar el ambiente con el ondeado ritmo de una melodía aprendida hacía ya tiempo. Su pericia ayudaba a sus dedos a fluir en un tempo relajado, digno de ese momento de transición entre las horas de sueño y los primeros pasos fuera de la cama de uno o dos signos.