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JB1535635 · F
Los pasadizos cada vez se hicieron más fáciles de encontrar, los latidos de cada persona eran más fuertes, pero entre todos reconocía dos de ellos. Dos que latían a un ritmo bastante menor que el común. Y este nimio detalle enfurecía al demonio padre quien serpenteó más pasadizos en la búsqueda del par. Mientras que más se acercaba, más entendía de dónde nacía esa aversión que estaba naciendo en su pecho. Los latidos pertenecían exactamente a uno de los bastardos de Lilith. Lilith, la primera servidora de Lucifer que había quedado insatisfecha ante los eventos que llevó a su primer hijo asesinar a Abel. Lilith, la exagerada mujer que en el Séptimo Dominio del Inframundo dirigía miradas llenas de odio a Samael, porque nuevamente sus hijos eran presas de las tendecias de la naturaleza de un Samael. Quizás era tiempo de escupirle en la cara y entregarle la cabeza de otro de sus bastardos para ver hasta dónde se enfurecía o si, de poder hacerlo, abría alguna puerta del Inframundo para que se causaran más destrozos. Y con el último mortal que pudo atrapar en su aura hasta reducirlo a gritos y partículas, Samael volteó para observar tras su mirada azulina a una menuda mortal. Canela, ojos grandes y con unas malditas campanillas en las manos. Y las reconocía.

Sabía de quienes inicialmente pertenecían esas campanillas.
Una mujer que había negado su parte demoniaca para aceptar las ordenes de un arcángel.
Su hija.

Maura. ― Susurró su aura atrayente mientras que el propio demonio agrandaba su sonrisa. Maura se había perdido hacia varios años entre las condenas del Inframundo. Seguro por ahí aún se mantenía su hija, cumpliendo sublimes castigos que solo le correspondían a una traidora a la sangre. A su naturaleza. Y el demonio se lanzó hacia las campanillas, hacia la mujer y hacia la destrucción de la propia. Pero algo sucedió en el último instante, porque si bien había reconocido el aroma de todo Lilith en la femenina, este opacó lo suficiente la marca del arcángel que poseía su acompañante quien se pronunció ante el demonio cuando alzó una pared de fuego de dragón. El aura del demonio colisionó con la pared de fuego haciendo que la explosión desequilibrara lo suficiente al demonio y mandara muchos metros más atrás al par de mortales. Samael lanzó un grito enfurecido antes de señalar con una garra al subordinado de los Cielos. ― ¡No es tu batalla, marcado de Miguel! ― El fuego de dragón. Las memorias de la Rebelión de Boadicea llegaron a él recordando a la cantidad de hijos que había perdido por este hacia ya varios siglos. Sus planes frustrados. Las siete Puertas del Inframundo cerrándose solemnemente, él quedando estancado en estas antes de incluso intentar realizar un movimiento. Pero ahora no perdería la oportunidad, así que cuando Jenna contempló como el demonio extendía sus garras hacia el portal de la muchacha para transformarlo en una versión más gigantesca y ostentosa de su guadaña, ella se desesperó.

No puedes hacer esto, por favor.
Por favor, no.


Jenna intentó recordar quién era ella, quién había sido durante todas sus vidas y quién deseaba ser. Quería controlar a Samael de utilizar su arma, porque solo cuando esta caía en las manos del demonio padre, este concentraba en la hoja gigantesca el fuego negro del Inframundo. Único en su especie y solo contrarrestado por el fuego azul que, desgraciadamente, el marcado del Señor no poseía. Lo iba a cortar en tantas partes que no iba a quedar ni un rastro de él. Y lo iba a hacer en ese preciso instante. Jenna golpeó las paredes que la mantenían encerrada en ese vacío siendo sus esfuerzos completamente inútiles. Contuvo la respiración cuando el demonio se dejó camuflar nuevamente sobre su aura como su caparazón. Y si Sabriel iba a hacer algo, ese era el momento preciso, porque el fuego negro consumiría al mortal hasta corromperlo e imposibilitarle el camino hacia el Reino de los Cielos.

― 2/2
 
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