26-30, M
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I1551869 · F
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Ramsay Bolton apareció en el reflejo del espejo, más acicalado que en su primer encuentro. La princesa quedó por unos instantes, mirándose. Era la primera vez que se veía reflejada tan nítida, después de su autoexilio. El juicio resultó en que su cuerpo había adoptado una forma heterogénea. Ya no todo se resumía en líneas rectas y simples. Existían sinuosidades que no había apreciado antes.
Descendía la mirada y la volvía a levantar. Qué extraño. Incluso juraría que su rostro se había alargado. Era una mujer ahora. El año fuera la llevó a desarrollarse a una velocidad increíble, tal y como los campesinos que trabajan el cuerpo a temprana edad. La única diferencia es que no gozaba de tal musculatura.

Qué belleza. Como debes de ser. Una bonita decoración. —susurró una voz femenina en su oído, una que solo ella pudo oír y era familiar.
Ella aceptó el ofrecimiento con una sonrisa silenciosa, y se dedicó a seguirlo por los pasillos. El recorrido la inquietó, pues aquella decoración, por muy exótica que fuese, le supuso una atrocidad que no se atrevió a comentar, así como mentir descaradamente mediante una sonrisa y asentir con la cabeza a lo que decía.
Incómoda fue su llegada al comedor, sentándose donde se le indicaba. Era como estudiar las diferencias entre los recuerdos de su casa y ese mismo comedor. Era inquietante, una versión sombría de lo que fue y dejó de ser. Su corazón tamborileaba, al compás de un sonido sordo en sus tímpanos y venas en el cuello y muñecas. ¿Qué posibilidades había de que la preguntasen de su procedencia? ¿Cómo se defendería? ¿Si descubrían su secreto, la casarían o la despojarían de su derecho a estar con su familia, cual bastarda?
Si bien los rumores de ser una enviada de los dioses le sonaban cuanto menos extravagantes, no se había que analizar mucho para distinguir. Igone era bella, delicada como una flor e ingenua hasta la frustración. El resto, sus padres y hermana, parecían más intentos de nobleza. Las pieles no eran naturalmente níveas, los cabellos castaños y ondulados, de labios finos y narices puntiagudas. Cualquiera imaginaría que Igone solo estaba ahí para ser una decoración, pese a que fuera oficialmente hermana de la princesa digna del trono de Ozaguirr. Existían tantas preguntas, y aún no sabía con qué posible respuesta convencerse.
—Sí. Sus damas son delicadas y perspicaces. Admiro a la gente que enseña bien a sus sirvientes.— no sonaba como una respuesta propia de ella, dicha de una forma tan fría como artificial. Era punzante, mas no hacia él, sino hacia la mujer.
Empatizaba pese a no poder contener aquella sensación de superioridad hacia el que sirve. Ese tipo de facetas solo traían más hipocresía hacia lo que realmente predicaba -y de corazón creía-. En el interior, uno no podía luchar contra su naturaleza.
La miraba, carente de expresividad, indiferente. Podía ser escrupulosa y disimularlo en el proceso. Persistía aquella fama de fisgona, de comprimir la oreja sobre las puertas durante asuntos importantes. Ah, cuántas veces se había salvado, con las herramientas necesarias.
—La comida es deliciosa, no he comido nada parecido en lo que parecen cien años.
Sonrió con los dientes, satisfecha por el sabor del venado. —Creo que no he podido agradecerle apropiadamente por su generosidad, mi señor.