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26-30, M
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I1551869 · F
Un coro de cascos la despertó de su ensoñación. La modorra la había desorientado, mas no del hecho de que tenía la cabeza apoyada sobre su espalda, y estaba tímidamente abrazada a él para mantener el balance sobre el corcel. Por un tiempo indefinido, se regocijó en la calidez humana, cual polluelo que recibe el calor de su madre tras retornar al nido. Había pasado tanto tiempo. El aliento en la oreja advirtió a aquel héroe que la princesa despertaba, abochornada por su descuido.

El cielo que se teñía de sangre fue lo primero que advirtió. En su mente sonaban las trompetas atronar el aire reverberándose, como el instante en que una batalla daba comienzo. Inquieta en su asiento, admiró la grandeza del castillo. Una incertidumbre no la dejaba respirar, algo aprisionaba su pecho en el fluir del aire hacia sus pulmones. No era la primera vez que lo sufría.

—¿Éste es su hogar, mi señor?

Le susurró al oído, con el peso de algunas miradas durante el cruce del portal hacia su interior. Algunas sirvientas recibieron a la princesa, quien magullada y desaliñada, recibiría el trato necesario para ser aseada y vestida apropiadamente -aún portando ropajes de tejidos caros, ahora reducidos a meros harapos.- No supo si le aterraba más el que la separasen de su salvador, o el tener que adentrarse, casi obligada, en un terreno que desconocía. Varias damas la ayudaron a descender del caballo. Sus rodillas cedieron, perdiendo el equilibrio. Las mujeres la sostuvieron con los brazos bajo sus axilas, irguiéndola. Estaba crítica, débil y desnutrida. Había pasado demasiado tiempo fuera, y cualquiera podría señalarla de salvaje, si no fuera por su cabello blanco, ahora con tono grisáceo.

—Será preparada para la cena, mi señor.— avisó una de las mujeres, con un brillo de temor por posibles represalias. —Esperemos esté a su gusto.

[...]

Sufría de una leve hipotermia. Las mujeres la bañaron, silenciosas, en agua tan candente que le quemaba. La habitación se llenaba del vapor que, por suerte, salía por una ventana. La fricción de los trapos contra sus heridas y rasguños eran otra molestia que se añadía a aquel amargo plato. Empolvaron su rostro con harina de trigo y su cuerpo fue bañado en agua floral. Ataviada con un vestido, cuando estuvo preparada, le permitieron de su rato de privacidad en su alcoba.

Ah. ¿Qué estoy haciendo?
Aquí me hallo, en un castillo, encerrada. De nuevo.
Esto no tenía que suceder de nuevo, no.
No.




Apretó la mandíbula, abrumada por el recuerdo que creyó perdido en su memoria de su hogar. Lo que menos quería, era retornar a su posición de princesa, una vez más. Vehementes deseos de escapar por el balcón cruzaban por su mente, mas se encontraba a demasiada altura. La mataría.

Recorrió la habitación. Hurgó en cada rincón, hasta escuchar el crujir de la puerta abriéndose. Se daría la vuelta, con una sonrisa en el rostro.
 
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