Respondió a las palabras femeninas con un gesto de hartazgo que, gracias a la posición, estaba seguro de que ella no notaría. Evitó girarse para mirarle la cara porque Calipso, al igual que Eris, poseía en su belleza un arma más letal que cualquier filo de espada y eso, aunado a ese pasado caótico que ambos habían compartido, podía desconcentrarlo del presente. Tal y como había pasado con muchos otros en la antigüedad. — Si un Rey no pelea de vez en cuando el espíritu de sus soldados se ensombrece. ¿Y tú Calipso?, cuando contraje matrimonio creí que no volvería a verte. Es una sorpresa que el Oráculo volviera a juntarnos. —

—¿No es bastante discriminatorio tu comentario? Creí que tenías un pensamiento más progresista —Enarcó una de sus cejas, limpiando la pesada espada en la falda de su túnica azulada. Siempre había querido usar una púrpura, como los generales romanos, como su madre. Envidiaba el atuendo de Romulus, el Rey. Respiró de nuevo, controlando la respiración mientras posaba la hoja bajo el brazo. —Roma siempre sabe darte bienvenidas. Podrías decirme, por favor, ¿Qué haces peleando tú, mi Rey?

— ¿Te parece así, Calypso? —Cuestionó, con el filo de su hoja saliendo del costado izquierdo de su contrincante. — Me sorprende, para empezar, que tú sepas usar una. ¿Aprendiste durante tu encierro? — Sin dejar de hablar se aseguró de cubrirle la espalda a la chica; ni sus comentarios habrían de quitarle el buen humor de quien vuelve a la batalla tras largos años postrado en un trono.

—No has cambiado en nada, Romulus... —casi sentía su aliento escaparse y el Rey pudo haber sido el causante si Calipso no estuviera tan agitada después de la batalla. Algunos mechones de cabello se le pegaban al rostro por el sudor. Terminó apartándolos con la respiración acelerada. —Aún sigues teniendo esa expresión... Y la lentitud con la espada.