Mahdi no vaciló. No importaba la cantidad de muertos vivientes que se empezaran a acercar a él. Los miró a todos, cada uno de ellos con el estoicismo que un alma guerrera era digna de portar. Extendió las manos hacia los lados, haciendo girar sus armas, después se colocó en posición de pelea; el brazo izquierdo en frente con la hoja hacia arriba, el derecho sujetando la khopesh de forma invertida, y escondiendo el arma tras su espalda, se agazapaba un poco.

—Sucias almas que han cedido ante la voluntad de aquellos que obran bajo el mal —Pronunció y en sus palabras el respiro espectral se apreciaba en un color celeste—, aquellos que atacan al hombre sin dejar que llegue a su destino por obra propia no es más que estorbo en el camino de los que más allá esperamos.

Sus armas entonces empezaron a brillar, un fulgor dorado, Mahdi no era alguien sagrado. Un imitador de la voluntad celestial, pero vaya que las artes divinas fueron algo bien aprendido por él. La luz brilló tanto, que (