Sus manos no eran precisamente gentiles, mucho menos un lienzo impoluto que mereciera tales afectos; pero ahí estaba ella, una mujer fiera de carácter tan férreo como el suyo mismo en el campo de batalla, no descuidando sus dotes de mujer y la delicadeza propia de su naturaleza, esa que florecía para él en un beso. El romano enmudeció por segundos, aterrizando al plano terrenal con su voz— Puede hacerlo, Venus, cualquier Dios lo haría. —su mano libre consintió aquel delicado rostro, le acarició como quien detalla una escultura invaluable, y ahí, delineó su labio inferior con el pulgar— ¿Tus Dioses aceptan que un Romano te ame como lo hago yo?
— La adoración hacia su hombre era tan profunda que dolía. Simbólicamente. ¿Habría alguien más en esa ciudad, ese mundo, que lo admirara tanto como ella? — Mi amado Lucio... —Se recorrió hasta estar cerca de él y tomó una de sus manos para besarla: no importándole los seres acaecidos bajo su puño, pues antes de ser su mujer ella fue una guerrera. Y saboreaba la bravura del Legionario.— ¿Venus puede abrigar a una No Romana como yo?
Inmerso en sus pensamientos estaba, al menos hasta sentir la mirada de su mujer sobre si; volteó a verla entonces, reflejándose en el fulgor de sus ojos, en el semblante impoluto que ella ostenta, ahí, un vago hilillo de aire escapó de sus labios, hallándose embelesado por ello, lejano a la brutalidad de un gesto duro forjado en batallas— ... Llevas en los ojos la belleza de Venus, mujer.
