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El hombre permaneció con el rostro bajo, como venía en su naturaleza. La voz dulzona de la señora Lucrezia denotaba cierta tristeza. Era verdad que seguramente extrañaría estar rodeada de los suyos.— En Francia, mi señora. El señor papa le dijo que era hora de encontrar una esposa.— Solo las palabras necesarias siempre. Nunca hablaba de más, solo lo solicitado, la información exacta. Echó un vistazo rápido a los alrededores. No quería que alguien escuchase nada, en Nápoles tampoco había amigos. Nadie con valor le arrebataría a una mujer a su niño que aún la necesitaba tanto.