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Le encantaba caminar por la academia a altas horas de la noche, mientras todos dormían. Se quitaba los zapatos y salía por allí, percibiendo a través de su piel si alguien podría sorprenderla.

No necesitaba luz, la piedra le decía qué cosas tenía en frente, o qué se movía. Con ello llegaba a la cocina y abría los refrigeradores en busca de postres; tenía una gran debilidad por el azúcar.
Llenaba una bolsa de tela con ellos y volvía a su habitación, comiendo un panecillo en el camino.
 
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Todos amaban como relucía la corona sobre su cabeza, habían cantos de paz por todo el castillo y abundaban los hombres interesados en ella. ¿Interesados en ella? Huyó de la turba.

El chirrido de la puerta interrumpió su sueño, que era bastante ligero, y lo agradecía por primera vez. Incorporó el torso al tiempo que regulaba su respiración, desde la segunda planta de la litera vio a Jaella con un busto, iluminada por la luna.

Sonrió aliviada.

─¿También trajiste para mí? ─dijo tras oler la dulzura propia de las masitas que tanto le gustaban.
 
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