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"The Messenger of the Gods". Rol de mitología griega • relatos épicos heróicos • Saint Seiya
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Apacible, serena, calma. Aquella velada conservaba en su existencia etérea mesura, digna de ser admirada por cualquiera que fuese acobijado por su ancestral manto, nix imperiosa. La senda impredecible era únicamente alumbrada por la gloriosa dama platinada, misma que con altivez, había pasado a tomar posición inamovible en su trono, a lo alto de la bóveda celeste, retosando a gea con su fraternal caricia. El viento, dominante en aquel paraje se hacía notar con su resoplar quieto; las frondas ubicadas en las copas de los árboles se removían inquietas, desprendiéndose de aquellas fuertes ramas, únicamente para emprender una danza afable con el eolo, hasta ubicarse sobre el suelo que custodiaba el bosque ornamentado en verde pastizal.

Tan errante e inmarcesible, el complejo arbóreo se engalanaba con abetos, pinos y arbustos, la primavera permitía que aquel color avivará el paraje, volviéndolo casi sagrado, empero, sin importar que tan oscura fuese la noche, aquel brilloso tono en el natura, destellaba cual estrellas celestes navegando en la inmensidad del cosmos. [ . . . ] Colores carmesíes, violetas y rosáceos custodiaban el área protegida por ella, aquella que sin pedirlo, gobernaba los avernos. El brío perpetuo de su esencia inundaba de tremenda paz el ambiente, inclusive, el cántico ancestral de su angelical voz meliflua, evocaba quietud y calidez al espíritu.

Sus cabellos azabache, que en algún momento fueron platinados, caían cual cascada errante, desembocando desde lo alto de su cabeza a su frágil espalda, adornando en pequeñas ondas el sitio donde permanecía sentada, engalanando dicha melena con pequeños fragmentos de rubíes incrustados entre los hilos y una tiara ceñida sobre sus cienes. Su piel, perfección inmaculada tersa y suave, conservaba su peculiar níveo, tan blanco como la nieve, tan fría como los copos que no abandonaban al invierno ni por error. Una majestuosa tela de seda dorada adornaba su efigie esbelta y delicada, resaltando graciosamente el brillo de sus fanales avellanos [. . .] Al rededor de su sagrada figura, rosas rojas, negras y blancas se dejaban ver con vehemencia, cuasi como si de valientes protectores para se trataran.

Abstraída en su propia existencia, la noble soberana permaneció taciturna y quieta en su lugar, contemplando maravillada el prado procreado sin intención, con sus propias manos.
— Hace mucho tiempo que ya no sentía tanta tranquilidad. . .