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Aunque se podía considerar más como una pregunta casual o común, cierta sorna adornó sus labios ante los cuestionamientos de Khadimar. Eran justamente los mismos que él solía hacerle a su madre cada ocasión que le contaba aquella historia de las Diosas, la fundación de su ciudad y el cómo los hombres habían perdido su libertad. Cerró los ojos, sólo un momento, para tratar de alejar aquel recuerdo que acudió hasta su memoria y negó, de una forma sutil que llenó sus labios de ironía.
— Hadir, Diosa madre y deidad del presente, creadora de los hombres en nuestra sociedad, nuestra cultura. Ella fue quién escribió esa clase de libros, de principio a fin, de todos los habitantes existentes aquí y los ya no existentes. —Trató de mantenerse serio, no quería reírse como solía hacerlo durante tiempos de antaño, en su adolescencia para ser precisos, pues le encantaba jactarse de cómo los planes de las diosas se salían de control simplemente con su existencia. De una forma entre ansiosa e incómoda, Khalil pasó el libro entre sus manos hasta que decidió pasar las hojas de principio a fin y viceversa para saciar esas sensaciones. Demasiados recuerdos afloraban y existían allí inmersos, de matices tan contradictorios que solamente le quedaba reír o fantasear con todo aquello que hubiese sido de no tomar las riendas de su propio destino. Humedeció sus labios, con la punta de la lengua, y entonces habló: — Como bien es sabido, al principio de todo no existió ley alguna que nos permitiera definir lo que estaba bien de lo que estaba mal; los hombres sembraban el caos doquiera que mirases. Destrucción de tierras, de especies, de otros hombres y de esa cosa absurda que llaman corazones, emociones, sentimientos.
Movió su mano derecha de un lado al otro, como si de un abanico se tratase y que tenía doble efecto: Restarle importancia a sentimentalismos innecesarios de su historia, que de niño él adoraba escuchar de la dulce voz de su madre, y mermar el tono de su voz para no llamar la atención de otros. Él, que siempre había repudiado la forma en que se regía su nación, parecía contar con algo de emoción una anécdota que comenzaba a ser más un cuento infantil que una parte importante de su historia. Al menos, se sentía afortunado de conocer la forma resumida y no tener que recurrir a alguno de los múltiples libros de su biblioteca personal para ello.
— El hombre de Ghaaliya perdió el albedrío libre cuando sus acciones amenazaron con destruir el mundo que conocemos. Tomaba y consumía más de lo que la tierra fértil podía darle. No conocía la saciedad en cuanto a nutrientes, conocimiento, poder y sangre; ante el inminente caos, las tres diosas, entre ellas Hadir, decidieron poner un fin a ello. La menor, decidió que lo mejor era destruir a los hombres pero, aunque la mayor también estaba de acuerdo, significaba rebajarse a su nivel, así que desistió. Hadir, decidió entonces que lo mejor era controlar a los hombres definitivamente. Y para eso, creó los libros de vida, como el que has visto ya.
Levantó un poco el libro, a fin de servir más de una referencia visual que para darle la oportunidad de volver a leerlo. Lo acomodó, así lo tomó desde el lomo y lo utilizó para señalar hacia el frente, por sobre las edificaciones que cubrían algunas viviendas cercanas al bazar, otros comercios y demás estructuras que se levantaban en los alrededores de la ciudad. Había un punto en concreto que quería mostrarle, aunque sus propias emociones le impedían llegar hasta aquel lugar que durante tantos años consideró más como un insulto y monumento a la tragedia, la carencia de libertad y el desprecio, que un sitio de preservación y lealtad.
— Cerca de los muros del Norte, está el templo de Hadir iluminado con antorchas cuyo fuego no se extingue con el paso de los dias, que soporta las bajas temperaturas de las crueles noches y los vientos más fuertes que pueden soplar. Ni siquiera la lluvia es capaz de extinguirlo, porque Hadir aún no ha saciado su odio y desprecio al quebrantar la ley. Antigua ley. —Corrigió, casi que de inmediato y asintió para convencerse que nada de eso podía suceder más. Entonces detuvo sus pasos y giró sobre su propio eje, manos tras la espalda para esconder el libro con recelo. Cerró los ojos un momento, tomó aire con algo de fuerza y profundidad para luego negar. Le causaba una punzante molestia de ira en el estómago.— Esas antorchas son humanos, como tú o yo. Su único error fue seguir lo que no estaba escrito en sus libros, por decisión, por accidente o descuido; los llamamos: "Los imprudentes"; existen para recordar las consecuencias de nuestros actos y la furia que poseen los dioses. Como somos frágiles ante ellos y...
— Hadir, Diosa madre y deidad del presente, creadora de los hombres en nuestra sociedad, nuestra cultura. Ella fue quién escribió esa clase de libros, de principio a fin, de todos los habitantes existentes aquí y los ya no existentes. —Trató de mantenerse serio, no quería reírse como solía hacerlo durante tiempos de antaño, en su adolescencia para ser precisos, pues le encantaba jactarse de cómo los planes de las diosas se salían de control simplemente con su existencia. De una forma entre ansiosa e incómoda, Khalil pasó el libro entre sus manos hasta que decidió pasar las hojas de principio a fin y viceversa para saciar esas sensaciones. Demasiados recuerdos afloraban y existían allí inmersos, de matices tan contradictorios que solamente le quedaba reír o fantasear con todo aquello que hubiese sido de no tomar las riendas de su propio destino. Humedeció sus labios, con la punta de la lengua, y entonces habló: — Como bien es sabido, al principio de todo no existió ley alguna que nos permitiera definir lo que estaba bien de lo que estaba mal; los hombres sembraban el caos doquiera que mirases. Destrucción de tierras, de especies, de otros hombres y de esa cosa absurda que llaman corazones, emociones, sentimientos.
Movió su mano derecha de un lado al otro, como si de un abanico se tratase y que tenía doble efecto: Restarle importancia a sentimentalismos innecesarios de su historia, que de niño él adoraba escuchar de la dulce voz de su madre, y mermar el tono de su voz para no llamar la atención de otros. Él, que siempre había repudiado la forma en que se regía su nación, parecía contar con algo de emoción una anécdota que comenzaba a ser más un cuento infantil que una parte importante de su historia. Al menos, se sentía afortunado de conocer la forma resumida y no tener que recurrir a alguno de los múltiples libros de su biblioteca personal para ello.
— El hombre de Ghaaliya perdió el albedrío libre cuando sus acciones amenazaron con destruir el mundo que conocemos. Tomaba y consumía más de lo que la tierra fértil podía darle. No conocía la saciedad en cuanto a nutrientes, conocimiento, poder y sangre; ante el inminente caos, las tres diosas, entre ellas Hadir, decidieron poner un fin a ello. La menor, decidió que lo mejor era destruir a los hombres pero, aunque la mayor también estaba de acuerdo, significaba rebajarse a su nivel, así que desistió. Hadir, decidió entonces que lo mejor era controlar a los hombres definitivamente. Y para eso, creó los libros de vida, como el que has visto ya.
Levantó un poco el libro, a fin de servir más de una referencia visual que para darle la oportunidad de volver a leerlo. Lo acomodó, así lo tomó desde el lomo y lo utilizó para señalar hacia el frente, por sobre las edificaciones que cubrían algunas viviendas cercanas al bazar, otros comercios y demás estructuras que se levantaban en los alrededores de la ciudad. Había un punto en concreto que quería mostrarle, aunque sus propias emociones le impedían llegar hasta aquel lugar que durante tantos años consideró más como un insulto y monumento a la tragedia, la carencia de libertad y el desprecio, que un sitio de preservación y lealtad.
— Cerca de los muros del Norte, está el templo de Hadir iluminado con antorchas cuyo fuego no se extingue con el paso de los dias, que soporta las bajas temperaturas de las crueles noches y los vientos más fuertes que pueden soplar. Ni siquiera la lluvia es capaz de extinguirlo, porque Hadir aún no ha saciado su odio y desprecio al quebrantar la ley. Antigua ley. —Corrigió, casi que de inmediato y asintió para convencerse que nada de eso podía suceder más. Entonces detuvo sus pasos y giró sobre su propio eje, manos tras la espalda para esconder el libro con recelo. Cerró los ojos un momento, tomó aire con algo de fuerza y profundidad para luego negar. Le causaba una punzante molestia de ira en el estómago.— Esas antorchas son humanos, como tú o yo. Su único error fue seguir lo que no estaba escrito en sus libros, por decisión, por accidente o descuido; los llamamos: "Los imprudentes"; existen para recordar las consecuencias de nuestros actos y la furia que poseen los dioses. Como somos frágiles ante ellos y...
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