Primer movimiento : Como si bien era el juicio del cambio, el alabeo de un nombre pronunciado con amor, el caparazón se permitió arrastrarse más allá de la cueva donde su voz dulce como las mieles eternas anidaba. Así se transmutaron sus elíseos, donde los heraldos preñaban a la aurora desde cándidas estrellas. Entre más se arrastraba sus huesos emitían el tintineo de una campana y, ahí, en el variopinto edén donde acostumbraban a estar otros ajenos a su existencia fue que él detuvo sus livianos pasos de gemebundo satén y tafetán.
Y aguardó a que alguien buscara su solitaria compañía. Sus depredadores no se encontraban presentes en ese instante de lucidez; Mejanr’ar trató en lo posible de desentrañar los secretos que le fueron negados en otro nupcial tiempo conocido por él. Canturreó para sí mismo muy bajito, admirando sus uñas donde descansaba un puñado de tierra seca.
Se asentó en un pequeño claroscuro, donde la dócil melodía de un nombre que no arribaba a sus labios lo habría guiado. Cuando no vio más que extraños entre otros y otros pero que quiénes le habían poseído conocían, susurró, entre diminutos espacios de cordura unas pocas palabras conforme paladeaba el rastro ácido de la manzana podrida que sostenía entre sus manos y que manchaba sus dientes de suciedad.
