The brutal soul with bloodied hands and a tortured mind, who feels too much or nothing at all.
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Fros1565366 · M
Debía haberlo supuesto. El primero de varios intentos de eliminarlo estaba ahí, justo delante de él; ¿qué mejor aliada para sus adversarios que aquella mujer irresistible? Flauros estuvo a punto de soltar una carcajada, sin maravillarse demasiado por la conjura; sin embargo, se reprimió, al sentir un impulso irrefrenable por desafiar al destino. Aún faltaba comprobar si sus sentidos estaban en lo correcto, sin embargo; tarea a la que se dedicó de inmediato, terminando de abrazar el talle de Chordeva para acabar con la ya de por sí casi nula distancia entre ambos, mientras bajaba el rostro en lo que parecía ser un nuevo galanteo: acercó la nariz al costado del cuello de la diablesa, aspirando cual si deseara llenar sus pulmones con la fragancia que de ella exudaba, al tiempo de subir con lentitud medida, convirtiendo esa intención en un roce electrizante al permitir que no solo su aliento al exhalar, sino sus labios en unas cuantas ocasiones, rozaran esa tierra de nadie, a medida que ascendía para casi encontrarse frente a frente con la cortesana. A pesar de conocer el peligro, la tentación de besarla lo atacó con todavía más intensidad que antes: literalmente, moriría por probar esos labios, beber de ellos hasta saciarse, así la palidez del sepulcro fuese quien coronara sus anhelos. Pero logró abstenerse, y pasó de largo en aquel jugueteo, dejando que su olfato pasara a muy corta distancia de la boca de Chordeva sin perpetrar contacto alguno; sabía que estaba a salvo mientras se hallaran en público, dado que aún podía contar con Raum, al menos, quien sin duda tomaría cartas en el asunto si su señor cayera fulminado de súbito. Ella no se arriesgaría a ser capturada, podía apostar por ello; había probado ser tanto o más astuta que él, por lo que no se atrevería a echarlo todo a perder por mera impaciencia.
Siguiendo la pantomima, Flauros siguió su camino, que lo llevó a pasar al lado de ese rostro perverso y agraciado del que había quedado prendado sin remedio. Su objetivo era claro: de nueva cuenta había elegido el oído de la asesina para lanzarle palabras envueltas en voz pícara, de ronquedad evidente. No obstante, se detuvo ahí por un breve lapso, que pareció servir para que la calidez de su hálito estimulara la sensibilidad del lóbulo, en un jugueteo adicional; aunque en realidad fue la pausa necesaria para que él determinase su próximo envite. Dentro de él, dos sensaciones muy distintas se arremolinaban: la furia y el embeleso. La primera merced a la afrenta que su ego recibió al sentir que otros lo creían capaz de morir con esa jugarreta; pero la segunda, mucho más fuerte, lo hacía admirarse de las artimañas de Chordeva, quien, a pesar de sus intenciones, seguía siendo el manjar más exquisito que él hubiese tenido enfrente jamás, la mujer más deslumbrante que hubiese conocido, capaz de rivalizar con él en el peligroso ajedrez que acababan de disputarse, poniendo sobre la mesa sus mismas vidas como apuesta. Un segundo le bastó para decidirse. Sería una verdadera lástima terminar la partida ahí, con una vulgar exhibición de su potestad apenas adquirida; él era mejor que eso...
Finalmente, habló.
—Vayamos, pues, Chordeva... Ardo en deseos de ver de lo que eres capaz.
A pesar de su declaración, no se separó de ella ni emprendió la marcha. Se mantuvo ahí, cuerpo contra cuerpo, aún respirando a su oído mientras tomaba la fatal decisión: si había alguien por quien valdría la pena jugarse la vida, sería esa mujer. Su soberbia, quizá, lo instaba a porfiar en esa escena que bien podría tener un desenlace fatal; pero es que Flauros no había obtenido nada en la vida por arredrarse, sino que su carácter bizarro e indomable lo habían empujado hasta los límites con tal de tomar posesión de cuanto deseara. Y, a partir del primer segundo en que posó la mirada en Chordeva, ella se había convertido en todo lo que él quería dominar, subyugar a sus antojos; le era imposible sacudirse la idea de que en ella había encontrado un igual a sus ímpetus y voluntad. Era hora de revelar su mano, y entonces sabría si había medido a la diablesa de manera correcta. Si en verdad valdría la pena arriesgarse.
—Pondré mi vida sobre la línea. Moriría —y un énfasis sutil enmarcó esa palabra, dicha en un tono aún más bajo que el resto —por domarte, fierecilla; y voy a demostrártelo apenas nos hallemos lejos de esta muchedumbre insulsa. Acompáñame... Te probaré que estoy a la altura de tus intenciones. Pretendo sobrevivir a ellas y hacerte mía.
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Siguiendo la pantomima, Flauros siguió su camino, que lo llevó a pasar al lado de ese rostro perverso y agraciado del que había quedado prendado sin remedio. Su objetivo era claro: de nueva cuenta había elegido el oído de la asesina para lanzarle palabras envueltas en voz pícara, de ronquedad evidente. No obstante, se detuvo ahí por un breve lapso, que pareció servir para que la calidez de su hálito estimulara la sensibilidad del lóbulo, en un jugueteo adicional; aunque en realidad fue la pausa necesaria para que él determinase su próximo envite. Dentro de él, dos sensaciones muy distintas se arremolinaban: la furia y el embeleso. La primera merced a la afrenta que su ego recibió al sentir que otros lo creían capaz de morir con esa jugarreta; pero la segunda, mucho más fuerte, lo hacía admirarse de las artimañas de Chordeva, quien, a pesar de sus intenciones, seguía siendo el manjar más exquisito que él hubiese tenido enfrente jamás, la mujer más deslumbrante que hubiese conocido, capaz de rivalizar con él en el peligroso ajedrez que acababan de disputarse, poniendo sobre la mesa sus mismas vidas como apuesta. Un segundo le bastó para decidirse. Sería una verdadera lástima terminar la partida ahí, con una vulgar exhibición de su potestad apenas adquirida; él era mejor que eso...
Finalmente, habló.
—Vayamos, pues, Chordeva... Ardo en deseos de ver de lo que eres capaz.
A pesar de su declaración, no se separó de ella ni emprendió la marcha. Se mantuvo ahí, cuerpo contra cuerpo, aún respirando a su oído mientras tomaba la fatal decisión: si había alguien por quien valdría la pena jugarse la vida, sería esa mujer. Su soberbia, quizá, lo instaba a porfiar en esa escena que bien podría tener un desenlace fatal; pero es que Flauros no había obtenido nada en la vida por arredrarse, sino que su carácter bizarro e indomable lo habían empujado hasta los límites con tal de tomar posesión de cuanto deseara. Y, a partir del primer segundo en que posó la mirada en Chordeva, ella se había convertido en todo lo que él quería dominar, subyugar a sus antojos; le era imposible sacudirse la idea de que en ella había encontrado un igual a sus ímpetus y voluntad. Era hora de revelar su mano, y entonces sabría si había medido a la diablesa de manera correcta. Si en verdad valdría la pena arriesgarse.
—Pondré mi vida sobre la línea. Moriría —y un énfasis sutil enmarcó esa palabra, dicha en un tono aún más bajo que el resto —por domarte, fierecilla; y voy a demostrártelo apenas nos hallemos lejos de esta muchedumbre insulsa. Acompáñame... Te probaré que estoy a la altura de tus intenciones. Pretendo sobrevivir a ellas y hacerte mía.
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