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The brutal soul with bloodied hands and a tortured mind, who feels too much or nothing at all.
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Todo, absolutamente todo del momento, le sobrecogió y deleitó sus sentidos; desde escuchar su nombre en los labios y voz de Chordeva (un sencillo, mas glorioso placer que sirvió como base a los siguientes) hasta sentir los primeros cerrándose alrededor de su dedo índice; los escalofríos no se hicieron esperar, deliciosos estremecimientos que avivaron hasta el más recóndito nervio de su ser en oleadas de placer anticipado, erizando su piel. Atrás habían quedado los últimos restos de duda, o de fingido interés por nadie que no fuera la diablesa de blanca melena; tras el descubrimiento de la química innegable entre ambos, despertada por el más sencillo de los roces, buscado por él, Flauros tuvo una verdad clara e irrefutable enfrente: nada podría evitar que hiciera suya a esa mujer; y ya se las arreglaría para que su posesión durara más de una noche, sintiéndose completamente seguro de que no obtendría sino las más profundas satisfacciones de ella. La perfección de su silueta; el efluvio intoxicante de su perfume, mezcla de notas dulces y eróticas, las segundas sin duda nacidas de su propio aroma de mujer fatal; el atrevimiento de sus ademanes; y, por supuesto, quizá por encima de todo, el exquisito despliegue de astucia, encanto e inteligencia que ella había ejecutado para llevar el flirteo hasta el punto actual. El duque había encontrado algunas de esas cualidades, en mayor o menor grado, en las mujeres de su pasado; pero ninguna las había reunido todas, en tal cantidad, hasta ese momento. La contienda se tornó en cacería; y el orgullo, en necesidad. Ya no se trataba solamente de los placeres carnales, sino que había mucho más en juego.

Flauros no se atrevió a retirar la mirada del cruce que mantenía con la opuesta mientras era objeto de aquella provocación, obvia y sensual, culminada con la declaración - digno broche para cerrar el trato - que la voz femenina hizo, escogiendo tan cuidadosamente las palabras que el sentido detrás de ellas sería imposible de confundir. Tan clara fue, que la misma Is reaccionó a ella: pasando de la seguridad al desespero, evidenciado en el movimiento de sus formas contra los dos amantes que aún consideraba posibles. Sin embargo, el cuerpo del varón no se retrajo ni un centímetro ante el roce, ni su voluntad e intenciones flaquearon; llegado a ese punto, la azabache no era más que un obstáculo, una herramienta que ya había cumplido su objetivo: propiciar el acercamiento entre Chordeva y él; aunque, en respeto a los múltiples encuentros que había tenido con ella en el dormitorio (o fuera de él, ya entrando en detalles), y en una posible muestra de cautela, no se limitaría a arrojarla lejos con descaro, sino que intentaría suavizar el rechazo. ¿Quién sabe? Probablemente la necesitaría en un futuro, y Flauros no había conseguido llegar hasta su posición si fuese proclive a hacerse enemigos aquí y allá. La diplomacia era su insignia, a la par de la artería.

—Chordeva, eh. Gracias por la felicitación...

La inflexión que dio a las últimas palabras imprimió un obvio significado a ellas: más allá de agradecer la frase de rutina, aludió a los mimos que había recibido de la boca ajena en su índice, en una clara aceptación de las intenciones detrás de ese gesto. Incluso, sin detener el balanceo del trío, se dio el lujo de adelantar esa misma mano y, con el pulgar, retirar los restos de saliva que habían quedado en los labios de su próxima amante - tan seguro estaba de que lograría su objetivo -: pasando la yema del pulgar por los labios, dibujándolos con lentitud, logró limpiar la humedad, en una caricia lenta y sugerente. Imposible que ese ademán no fuera visto por todos los que seguían con interés las circunstancias; empezando por Is, quien, en un último y desesperado intento por mantenerse en el juego, hizo un mohín de disgusto antes de echar la mano derecha atrás y deslizarla, a la fuerza, entre el casi nulo espacio que quedaba entre la parte posterior de su cuerpo y el vientre del duque. Así, con dedos seguros, desprovistos de pudor, comenzó a explorar la zona por encima de la tela, en un intento de despertar la voracidad del hombre que la había poseído tantas lunas atrás; reconociendo con el tacto ese intruso que ya había resguardado entre sus muslos, intentó recordarle a Flauros las ventajas y goces de yacer con ella. Al último le fue imposible pasar por alto tal descaro. Decidido a resolver ese detalle de una vez por todas, hubo de apelar al rasgo más característico de la Dahut: su ninfomanía. Era hora de dar una nueva orden.

Raum.

Localizar a su aliado y establecer el lazo telepático de nuevo no le requirió ningún esfuerzo; de modo que no pareció distraerse ni por un instante mientras dictaminaba sus más recientes mandatos, continuando el silencio efímero antes de seguir el desafío.

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