26-30, M
Malas decisiones.
About Me About Me NotesAbout Me
Waste another year flies by, waste a night or two.
—Did you dreamed too much?
—Well, nobody cares.
Una vida arruinada por el egoísmo mucho antes de iniciar siquiera, sueños de grandeza y una virtud que terminaría convirtiéndose en una maldición. La ilusión de un niño por vivir tras los reflectores, la búsqueda de un adolescente en una tierra lejana, la caída de un hombre en el mundo más sombrío y retorcido que podría concebir la más exclusiva estirpe social en la ciudad más podrida del mundo; ¡hay demasiadas formas de abordar esta historia! Andreus nació en la cuna de una línea de sangre migrante y moribunda de mineros de carbón en Liverpool, Inglaterra. La ingrata vida de un miserable trabajador de la tierra y la ceniza marcó de por vida a su padre, como lo hizo con su abuelo antes y como lo haría con el muchacho, si el destino no tenía otros planes. Su madre, una sencilla criatura que predicaba el amor más allá de sus propias limitaciones, había dado a luz a otros dos seres antes que a su último hijo, las mellizas Lara y Sara, no obstante, habían fallecido tras los primeros meses de edad a causa de una mala fiebre, —o eso le habían dicho—, y la amargura arraigó aún más en la familia Johansson, y para cuando Andreus nació, la austera casa se había convertido más bien en un manicomio.
Ni las golpizas y humillaciones que el padre afectuosamente propinaba a su hijo, ni la sombría melancolía que despedía cada aspecto y rincón de su lecho, y mucho menos la sentencia dictada desde la cuna a permanecer minando carbón en aquél sitio olvidado, lograron diezmar la voluntad de un pequeño que vio por primera vez la obra de Shakespeare representada en una plaza central, y que le llevó a soñar con los vestuarios y el drama día y noche. El heroísmo romántico que llevaba cada línea, las expresiones sufridas en el rostro de cada actor, las historias más cruentas y severas llevadas a la realidad con la sutileza que sólo los más aptos literatos podían utilizar; ¿había algo más maravilloso que el arte de la interpretación? ¿Qué otro oficio podía ofrecer el ostentar la piel y el espíritu de cualquier otra persona en el mundo? La minería, en el fondo, —muy en el fondo—, tenía su encanto, y ciertamente, la imagen de su padre embriagado en whisky tras un largo turno bajo tierra poseía cierta hermosura cruel, y Andy se había convertido en un amante de la belleza más venenosa, pero, jamás vio en ninguna otra profesión lo que esa tarima podía ofrecer: Arte.
Así pues, se armó del valor necesario para comenzar su búsqueda, y cuando terminó la escuela básica, abordó el primer barco que le llevara al otro lado del mar, donde, según los libros que había leído con avidez religiosa, los sueños solían hacerse realidad.
Llegó a Nueva York y, en contrapunto con lo maravilloso de las historias americanas, encontró puertas cerradas, pobreza y más problemas de los que podía encontrar en todas las minas de Inglaterra. El caos más acelerado, disonante y abrumador que jamás creyó posible, y en él descubrió los placeres que a menudo se confunden con felicidad, y antes de que pudiera saberlo, se hundió en el agujero del conejo como si fuese lo último por hacer en este mundo.
Aspiró, por supuesto, a convertirse en una gran estrella de Broadway, no careciendo del talento pero sí de la apropiada instrucción, no logró más que algunos papeles sin mayor relevancia y pronto los reflectores se convirtieron en ojos juzgando su fracaso. ¿Este era el final del sueño? No encontraría la redención ni mucho menos la resolución a sus necesidades allí, eso era seguro. Lo que sí encontró fue una mano tendida, compañeros en la derrota y muchas puertas que conducían a la perdición. Y entonces se enroló en algo que cambiaría su vida, para bien, o para mal: una mujer adinerada, llena de excentricidades y misterios que iban acordes a su rostro perfecto, como la más bella flor que oculta propiedades mortales. Vio al joven actor en la recepción de una obra de medio presupuesto, y quedó prendida de sus finos rasgos, de la línea altiva de su nariz y de su sonrisa segura, que ocultaba el mayor de los fracasos; no tuvo más remedio que acercarse y hacerle la más sencilla de las propuestas: un trabajo.
Ella era parte de una comunidad de adinerados, personajes de la élite que manejaba los hilos de muchas otras sociedades, más allá del teatro, y que tenían un pasatiempo en común: las fiestas temáticas. La oferta era simple, Andreus debía hacerse pasar por un millonario en auge, joven y lleno de promesas, acudir a la fiesta donde se simularía un asesinato y se haría una investigación para entretenimiento de los invitados, donde todos serían sospechosos y nadie podría escapar hasta encontrar al culpable, quien, para fines prácticos, sería él mismo. Se serviría una copa de champán, y todos irían a sus casas con la satisfacción de haber vivido un clásico de la literatura en carne propia.
Las reglas eran sencillas: Andreus debía ser puntual, nadie sabría que él era un don nadie recogido de las calles y tendría que usar sus mejores dotes histriónicos para lograr engañar a la crema y nata neoyorquina, y la joya en el ya excéntrico tema: todos debían acudir al acto caracterizados como personajes del siglo XIX.
La idea era un salvavidas para Andy, ¿una suma enorme de dinero, por actuar y lucir como un millonario del siglo antepasado? No había mucho que pensar, ¿o sí?
El día de la "función" llegó, y ataviado en el traje obsequiado por la dama, se presentó puntual, engañando a todos con sus embelesadas palabras, sus graciosos gestos y la sutil certeza de que había nacido para el papel. Pero, pronto el sueño —una vez más—, se tornó turbio: En aquél salón no sólo había empresarios poderosos, miembros de prominentes familias políticas y artistas camuflados tras máscaras de carnaval, también se encontraban los líderes de algunas de las mafias más sanguinarias del país, personajes vomitivos y llenos de secretos oscuros, seres que hacía mucho habían perdido su humanidad y festejaban sus hazañas sombrías con fiestas temáticas; Andy había sido servido en bandeja de plata a los lobos, y había caminado como un inocente cordero directo al sacrificio.
El momento del clímax de la noche. El asesinato sería llevado a cabo y Andreus no estaba seguro si aún quería ser parte de aquello. La víctima fue encontrada y resultó ser no menos que el Señor de las Drogas del lado Este, el hombre que movía más dinero entre sus manos que todos los allí reunidos juntos. Y, como parecía ser, el anciano de hecho... murió. Andreus era un conejillo de indias, un cebo, un peón en un ajuste de cuentas planeado desde hacía mucho, y lo único que le podría salvar de ese absoluto infierno era su actuación: se había presentado a sí mismo como un misterio durante toda la velada; un hombre tan poderoso que sólo podría rivalizarse con el mismo cadáver que yacía ensangrentado en la cocina, y, para salvar su propio cuello, convenció a todos los presentes —exceptuando, por supuesto, a la mujer que lo había llevado allí esa noche—, que en efecto, todo había sido una treta, un artífice de su mente para hacer que El Señor de las Drogas bajase su guardia y poder así terminar con él, y que todos serían víctimas de su furia si alguien revelaba algo de lo ocurrido, y tendrían el mismo desenlace que su rival.
Para su propia sorpresa, su actuación resultó y salió del salón como un hombre libre, no sin echarse encima enemigos mortales, no sin ahora tener que mantener su mascarada y acudir semanalmente a las reuniones de aquél gremio, vestido como un noble del siglo XIX, y sin ayuda de nadie más, y no sin planear la muerte de la mujer que le había metido en todo eso, para evitar que hablase, y para vengarse.
Música, cine y teatro.