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El ocaso pronto fenecía, las farolas a un ritmo tan natural para la artificial de su procedencia encendían y despedían la ya débil, ya cálida, ya funesta luz del sol que con su última fuerza rozaba las hojitas de la aquí y allá flora. En camino a una plazoleta la muchedumbre antes sin concierto se aglomeraba; quizás la hora, quizás el día, quizás la suerte, quizás la gracia con que desde erigido nuestro Caprice la Nuit vestía. Las razones abundaban, en efecto. [1/3]
 
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AleisterMayfield · 26-30, M
Ahí descansando, sin compañía aparentemente en una de las mesas al aire libre, de escaso sitial, pero bien asediada por las demás; ya del norte, ya del sur, ya de aquellos otros vientos cuyo a veces se confunden o se olvidan llegaba toda clase de conversaciones, los diferentes temas de los muchos consumidores del día —o, mejor dicho, de la noche— de hoy. Sosteniendo con una mano su taza sin moverla de su lugar; con la otra, sujetaba un periódico ligeramente plegado al que poco atendía. Ese era Aleister. «Hum…», emitía él esporádicamente dicho sonido nasal, limitándose, claro, a repetirlo junto a un gesto con la cabeza asintiendo o disintiendo cada que su voluntad le sugería. Obraba con una acertada discreción y una afectada industria, seguro de que nadie notaría su papel de espectador furtivo de las novelas que cada mesa ofrecía. [2/3]
 
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