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El derecho a ser Dios ahora es mío.
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La calle anterior estaba repleta de autos, personas, faroles, el sonido de la vida citadina no se apaciguaba en ninguna esquina, no había pausas ni descansos, pero ella se permitió bajar la velocidad de marcha apenas ingresó en el callejón. Una risa estentórea resonó ecuánime en el espacio, haciéndola volver la mirada hacia arriba, la luz amarilla en una ventana a 3 pisos del suelo junto con el revoloteo de las sombras en su interior, le hacían imaginar un estimado de los ocupantes que aparentemente celebraban esa noche. Sonrió como si les acompañara en su alegría y justo en ese momento escuchó el deslizar de un auto muy cerca, en ambos flancos, cerrando la calleja y haciéndola detenerse en medio de la misma con fastidio.

De pie, con la mano estratégicamente colocada sobre el vestido en su muslo, contempló a un hombre calvo descender de uno de los lujosos autos, volvía a penas la cabeza para mirar sobre su hombro, percatándose de que nadie abandonaba el de atrás. ¿Le cerraban el camino?, Llevó sus ojos hacia el hombre que pausadamente se aproximaba demasiado bien vestido y demasiado calmado aunque absurdamente equipado. Eso de querer retenerla así, no era exagerar?

Aguardó en su lugar hasta que el hombre se detuvo, ambos se miraban fijamente. El extendió la mano y ella con naturalidad cogió el sobre que le ofrecía. Esperó el tiempo pertinente sin bajar la guardia hasta que ambos autos se marcharon. Examinó el sobre sin abrirlo cuidando de notar cualquier protuberancia y al no conseguirlas, solo lo guardó en su bolso.

Revisó la nota horas más tarde al estar en su hotel. Reconoció la caligrafía de inmediato aunque una parte en su cerebro desmintiera el hallazgo era como esas cosas que sin importar qué daba por hecho en algún punto inconsciente de su mente. Sonrió aunque la sonrisa no le durara mucho. Había creído cerrada una puerta, pasada una página y acabado un capitulo, mas ahora volvía a ella esa sensación vaga y anómala, cierta ansiedad. La maldita curiosidad que le movía desde siempre en todo lo que tuviera que hacer.

Dejó la nota sobre el velador. La noche de la cita, acabaría con sus dudas.


27 de Septiembre, Absinthe Bistro, 20:41hrs.

Entró al restaurante, inspeccionando inquisitivamente cada resquicio del lugar, tan elegante y selectivo en su clientela como cabía, excepto porque ella no lo había visitado antes y la visión de las columnas románicas adornadas con ninfas y personalidades épicas se le antojó excesivo, la interrumpió de su meditación contemplativa el mozo para preguntarle por su reservación. Por un momento no supo bien que decir pero acabó dando su apellido. Bingo. El hombre la condujo a la zona para no fumadores tal como ella se lo indicó y la dejó seleccionar una mesa dispuesta para dos personas. Antes de tomar asiento optó por ir al baño, luego de revisar disimuladamente el salón por segunda vez. No había señales de él.

En el tocador solo se miró al espejo. Sentíase estúpida, vagamente estúpida embutida en ese vestido rojo de falda tubo con mangas cortas y escote en V, usando guantines negros y botines a juego con su diminuto bolso negro también, esperando por un viejo amigo. El espejo le regresó la imagen de una mujer convencida de que a pesar de tener muchos viejos “amigos” esperaba a uno en particular. Se tocó los labios suavemente con la yema de sus dedos, no portaba más maquillaje que un brillo translucido y rímel, los ojos ligeramente ahumados y las mejillas desprovistas de colorete. Dejó de mirarse para mirar su reloj. 20:54pm. Ya casi era hora del show, así que volvió al salón, tomó asiento en su mesa y se dispuso estoicamente a esperar por la visión… del fantasma.
 
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