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Ariadnae no supo cuántas fueron las noches que pasó llorando la muerte de su hijo en brazos de su amado. Algo dentro de ella había desaparecido, una pieza importante, el amor más grande y puro que la vida le había permitido sentir. Estaba vacía y sabía que jamás iba a volver a sentirse completa sin él.
 
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[code]Jules sabía que nada de lo que dijese o hiciese lograría mitigar esa pena que él mismo había vivido años atrás: una culpa más en su haber. Leonidas se había ido para siempre y, a pesar de que ambos sabían que ese momento llegaría tarde o temprano (él inmortal, ella ahora más allá de la tumba), jamás lo había visto como algo cercano, más bien como una posibilidad nebulosa; sin embargo, la realidad se había encargado de aterrizarlo cuando le arrebató a su hijo. Ya no tenía lágrimas; las había agotado todas en siglo y medio de sufrimientos y recriminaciones a sí mismo. Sin embargo, nunca le faltarían fuerzas para abrazar a su esposa cada noche e intentar reconfortarla, acariciando su melena con suavidad y paciencia mientras sus ojos veían a la nada, trayendo a su ser, una vez más, los espectros que nunca había podido alejar del todo.[/code]
 
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