Entre joyas y polvo de oro que adornaba su rostro, nada podía brillar más que su azulina mirada al escuchar la voz de no sólo el dueño de su contenedor, sino de su corazón, aquel con quien había compartido un sin fin de vivencias. Sonrió con disimulo, agradeciendo un momento su velo. — Pareciera una eternidad, ¿no? — No lo evitó más, le sonrió apenas sintiendo las caricias de sus manos, inclinó su cabeza hasta acercarse más para tomar sus brazos, no importaba, cualquier parte de él en ese momento era real, no un sueño. — Mi amado.. —
— Déjame admirarte.. mi amada genio. — Eran sus palabras las que competían con sus caricias llenas de mimo, pues al tomarle el rostro desde el mentón, y luego de levantar el fino velo que le opacaba, acunó su quijada y le sostuvo en ambas palmas, amanerado con la convicción y el encanto de su corazón, que se mostraba exaltado por verla de nuevo.
