Gracias por preguntar, por cierto. – Colgó la palma izquierda dentro de uno de los huecos en el timón, aprovechando el tramo despejado para hacerse hacia atrás y buscar algo debajo del asiento pasajero. Sacó un chaleco blanco algo pesado y se lo lanzó sobre el regazo al ruso. – ¿Sigues usando esos chalecos de los 80? Este es Kevlar, lo utilizaban hasta hace poco la guardia personal del Presidente. No es el más moderno, pero es por eso que pude traer para ti y para mí. Tengo unos cuantos más para la organización. Un pequeño bono si no te toca el chivata astuto y te pega el balazo entre sienes.
Regresó la vista al camino, alzaba y dejaba caer los dedos sobre el timón al ritmo de la música. De haber estado a solas, habría tarareado su melodía. – Uno no debe trabajar en caliente. La música me ayuda a centrarme y, una vez centrado, me puedo enfocar en medio de un infierno. – Y ni hablar de los demonios que gritaban a su oído cuando la música no estaba, de los muertos que tiraban a sus pies cuando la aguja navegaba el aire en lugar de la pasta del disco. (...)
Y así, dejaron atrás el pueblecillo donde habían acordado, con sus tres edificios multipisos que solo a los locales podrían parecer rascacielos; por encima de estos: un pilar gris se extendía hasta disiparse entre las nubes, producto de la explosión del auto estacionado allí con las armas. Sería noticia del año allí, por las mismas razones que jamás se les ocurriría lo que realmente sucedió: porque son un pueblo chiquito y no pasan “esas cosas”. – Quiero frenar de golpe y que te rompas la cara con una de tus rodillas para que aprendas a sentarte en un auto como un adulto. – La sonrisa fina no abandonaba su rostro; a veces se la rifaba y trataba de darle alguna lección a sus chiflados compañeros de meta, pero pocas veces daba fruto. Quizá sí frenaría. (...)
Verle le causaba cierta contradicción, por un lado le encanta su mirada y por otro, odia su patriotismo. Pero lo respeta porque él convenientemente es ruso. —¿Que tienes ganas de darme un beso?.– un loco reconoce a otro, y tal vez el americano no lo era pero juntarse con él le estaba cayendo de maravilla. Se encogió de hombros entre risas, volviendo la mirada a las fotos.
Tenía la ventaja de que recordar el lugar con solo verle un par de veces en imágenes aunque no hubiera estado ahí realmente; algo así como memoria fotográfica pero algo deficiente. —Me voy por lo de ser tú rehén, eso puede alarmarlos también a pensar que alguien pasó su seguridad. ¿Traes tu chaleco no? —tenía la escopeta entre las piernas descansando. Sus ojos iban de un punto a otro en segundos, de arriba a abajo, notando cada detalle del lugar. Escucho la música que encontró y dejó de esa estación y se aporreó la cabeza contra el respaldo del asiento. —¿Quieres calmar a la bestia para luego liberarla? Jajajaja —así giró el rostro y vio a los ojos al gringo, sus dorados irises se clavaron en los ajenos.
Siguió sus pasos tratando de no pisar nada, se mantenía calmado pero tenía cierto tic en el ojo con ese tipo de lugares. A veces sentía que le daba urticaria solo se ver las partículas de polvo en el aire, volar y desaparecer. Una de sus tantas condiciones o enfermedades, como quieran llamarle. Sin embargo salió de su obsesión al escuchar la explosión, su cuerpo dio un respingo pero él no se inmuto.
Suspiro y chasqueo la lengua al ver la carcacha en la que se iban a transportar, sucia, vieja y desaliñada. Entorno los ojos. Eso no era lo peor, el sonido! Ensordecedor, frunció las cejas y se terminó por reír. Se acomodó en el asiento del copiloto y subió los pies al tablero, con las rodillas dobladas, se puso a revisar las hojas que le había dado.
