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Estaba más joven que él. Estaba más a salvo que él. Estaba más limpia que él. Podía verlo en su mirada, en el brillo que residía en sus ojos cuando lo enfocaron. A veces había llegado muy tarde. Otras veces había llegado muy temprano.

A veces ni siquiera había llegado.

Decker le había dicho que tenía una tendencia por recoger las piezas de algo roto solo para acomodarlas como mejor podía. No lo negaba. Lo hizo cuando se levantó del suelo, agitado y emprendió una marcha lenta y cautelosa en su dirección. Su mano derecha se levantó en agonizante lentitud en solidaridad con sus pies: borrando más y más el espacio entre los dos. En el momento que su pulgar hizo contacto con la mejilla de la joven, Rowan soltó una exhalación. Fue el primer pedazo que recogió. En el siguiente momento que su mano izquierda se encerró en el hombro derecho de la mujer, demostró la sombra de una sonrisa. Fue el segundo pedazo que recogió. Su pulgar registró la suavidad de su mejilla y tragó en seco. El pitido de sus oídos dejó de importarle mientras la estrechaba hacia él en un abrazo. De pronto, tenía muchos pedazos de ella entre manos.

El apartarse y observarla era relativo a ver cada pedazo con curiosidad y expectativa. La expectativa de colocarlos en su lugar sin tomar cuidado cuanto tiempo le tomaría. Los hilos de sangre seca en sus oídos deberían haber funcionado como las primeras señales de que en el transcurso de ello terminaría por arruinarse. Cada uno escogía cómo volverse ciego. Él lo hizo dejando de lado los pitidos, empujando hacia una esquina la molestia de la sangre seca y las miradas de preocupación de Adam.

—Somos tú y yo —reafirmó.

No solo confirmó quién era él. También le recordó de quién se trataba ella. La alquimista siempre se había visto rodeada de un velo de desgracias y penurias. Las suficientes como para olvidar, a veces, quién seguía siendo y quién no. A ojos del guardián, ella continuaba siendo la constante a lo largo de sus vidas. Sus orígenes. Despegarse de estos era difícil. Mucho más cuando tenías tantas identidades sobre tu espalda que le confundía el definirse. Rowan poseía la creencia que si la mantenía a ella, también tendría su esencia cerca.

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Como la primera vez, el cuerpo de Vera se amoldó al suyo de una manera singular. Probablemente fue al revés. Habían cosas que no podían cambiar sin importar el tiempo que pasara. Sus brazos se ciñeron alrededor de la cintura de la contraria y cerró los ojos, bebiendo las palabras silenciosas y los susurros. Todo lo que le indicara que ella continuaba ahí. Sus manos dejaron pequeñas caricias reconfortantes sobre su espalda conforme permitía que los segundos transcurrieran. La imagen era alarmante: en su gabardina oscura, con sus enredos oscuros sobre su cabeza y su rostro escondiéndose en la otra figura parecía como si Vera estuviera engulléndose en la oscuridad en todo su templo de luz.

Él era la oscuridad en su santuario; años atrás había escogido cegarse.

Cuando se separó de ella, llevó sus manos hacia sus hombros para apretarlos con suavidad. — Traje algo, aunque necesitaré de tu ayuda para que cobre sentido. — Más sentido para ella que para él. Contadas con una mano habían sido las oportunidades en las que la había llevado hacia otra dimensión no sin antes asegurarse que nada le fuera a dañar. Muchas habían sido las veces que había buscado diferentes maneras de proyectar lo que veía en otras dimensiones en los de ella. Eventualmente lo descubrió cuando le dijeron que si quería mostrar algo ajeno al ojo humano y cerrado, tendría que pedirlo. Un deseo, una puerta a un nuevo mundo. El deseo lo tenía en su bolsillo cuando retiró una escama tornasolada que, en esas cuatro paredes pulcras, adquirió todas las tonalidades posibles, emitiendo un resplandor.

—Puedes hacerlo —apoyó a la manipuladora de espacios.

Vera tendría que construir un espacio en blanco donde plantarían ese deseo para demostrar algo nuevo. La mantenía cautiva de su propio mundo pero no de otros donde sabía que las amenazas eran más lejanas.