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La luz del día comenzaba a desvanecerse, tiñendo la habitación de tonos anaranjados y dorados. Altair yacía en la cama, envuelto en mantas, su rostro pálido y sus ojos ligeramente opacos a causa de la fiebre que le acosaba. Cada vez que tosía o se movía, un dolor agudo le recordaba lo vulnerable que se encontraba en esos momentos.

A pesar del malestar, había algo reconfortante en estar en su propia cama, en su propio hogar. Y ese consuelo se multiplicaba por la presencia constante de Mirach.
 
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—Oye... Mi estrellita, no te pongas así, no tienes nada que agradecerme— Por su parte sujetó su mano con ambas propias tras dejar el vaso de agua en la mesita de noche, tomó asiento en el borde de la cama y llevó la mano de Altair hacia sus labios, dejando un beso sobre la misma —Tú eres mi entera felicidad, daría todo por ti, mi amor, así que ten por seguro que estaré contigo siempre en los buenos y malos momentos, no me debes nada, Altair, soy dichoso por poder compartirlo todo contigo—
 
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