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La luz del día comenzaba a desvanecerse, tiñendo la habitación de tonos anaranjados y dorados. Altair yacía en la cama, envuelto en mantas, su rostro pálido y sus ojos ligeramente opacos a causa de la fiebre que le acosaba. Cada vez que tosía o se movía, un dolor agudo le recordaba lo vulnerable que se encontraba en esos momentos.

A pesar del malestar, había algo reconfortante en estar en su propia cama, en su propio hogar. Y ese consuelo se multiplicaba por la presencia constante de Mirach.
 
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—Claro que si, cariño— Ya tenía preparado un vaso de agua fresca en la mesita de noche, lo ayudó a levantarse un poco de la cama y le acercó el agua para que bebiera, ayudándolo a sostenerlo con una mano y sujetándolo de la espalda con la otra —Bebe despacio—
 
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