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Es porque eras muy tierno. Tan tierno que no pude resistirme. Desde la primera vez que vi tu rostro sonrojarse y que escuché tu voz nerviosa llamarme entre la gente... No pude detenerme.
 
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Me gusta pensar que por ese momento fuiste mío. Más mío que de nadie.

Pero quizá, y sólo quizá, fui yo quien terminó siendo tuya por un instante. Y por eso no podemos vernos más. Por eso tengo que terminar contigo.

Por favor, no ensombrezcas con esa mirada de duda el recuerdo que tengo. No dejemos que el carmín que emana de tu cuerpo manche la pureza que me entregaste.

Sonríe en tu lecho de muerte. Y cuando te devore, esta vez de una manera diferente, no permitas que escuche de tu boca sonido alguno. Quiero mantener intactos tus gemidos.

Quiero mantenerte por siempre —dentro de mí— conmigo.
Lamento no poder hablarte de amor en este reencuentro. Lamento no poder mentir y decirte que quedé flechada y que empecé a soñar despierta con una vida contigo.

Te hubiera amado de haber podido —tal vez, eso creo—. Pero nadie me enseñó lo que el amor era y a estas alturas mis sentidos lo tienen prohibido.

Sin embargo, sí que te rememoro cada noche y cada vez que veo la blanca luna en el cielo. Rememoro tu palidez, el sabor salado del sudor sobre tu pubis y lo bien que encajaba tu sexo en el mío.

Por ese momento en el que te recuerdo, te apropias de mí y me enciendes; me hechizas con los recuerdos de tu mirada centelleante ensombreciéndose bajo tus párpados cerrados antes del orgasmo.
La manera en la que tu cuerpo se retorcía con mis caricias o, incluso, las veces en las que te pregunté si querías más y sonreíste levemente mientras tu entrepierna tenía espasmos que parecían incitarme.

Realmente fuiste lo más bello que mis ojos pudieron ver; y mientras más te rompías, más perfecto me parecías. Mientras mas jadeabas, con más ahínco te devoraba. Mientras más me llamabas, con esa varonil voz quebrada por el placer, más ganas tenía de beber de ti hasta la última gota del resultado de tu extasis.
En mi trabajo pude ver de manera recurrente a todo tipo de hombres. Hombres fuertes, hombres poderosos, hombres gallardos, narcisistas, demandantes; pero eran mentirosos, todos exigían y exigían sin admitir que también querían recibir algo de mí. Que querían algo diferente.

Tú, en cambio, eras demasiado honesto. ¡Y ni siquiera tenías que abrir la boca para eso! Eran tus expresiones al ser mordido, tus mejillas enrojecidas cada vez que te felicitaba por cumplir una orden.

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