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En cuanto escuchó las palabras «dinerito» y «chocolate» se le iluminó el rostro y sus ojos marrones estaban muy abiertos. Eran las mejores palabras que había escuchado en todo el día.



—¿Hablas en serio? ¿Chocolates? ¿Harías eso por mí? —Estaba a punto de abrir la boca para decir el nombre del azabache, pero luego recordó que, de hecho, no lo conocía, algo que no podía importarle menos a su estomago, ya que constantemente le gruñía: «¿Qué importa el nombre? ¡El chocolate, el chocolate!».
[...]
 
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