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Kairavana · 31-35, M
A cantos aquella lluvia regaba la batalla, suplicando las almas al antiguo Jigoku el reclamar las viejas almas encontradas por aceros. El cielo frente a lo esperado: Dos bandos que cruzan espadas, lanzas y aceros. Kai adoraba la batalla y la encontraba tan agradable que aquella llovizna de sangre era un exquisito licor para su cuerpo al refrescarlo del sudor y restos ajenos. A sus manos yacían ambos sables que usó para cegar toda vida que encontraba a su paso, ambos de un metro cada uno de solamente filos, con una disciplina mortal, digna de un depredador. Desalineado pero impoluto, siempre del bando ganador. En la época de los antiguos Señores de la Guerra del Oeste, la palabra 𝗲𝘀𝗽𝗮𝗱𝗮 corre el albur de un terror incómodo: El de la muerte. Ha habido espadachines como Kai y sus compañeros bestiales, los cuales declaran la profesión de cegar existencias con dignidad, era preciso ser un hombre, mujer o criatura con coraje y disciplina, pues sus amantes serían ni menos que la batalla. Una
 
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