31-35, F
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Buenas Tardes se le da las gracias por aceptar la amistad mía espero nos llevemos bien
AEternusNightingale · 61-69, M
+ Golpes estruendosos, malhumorados gritos al cielo que se teñía de fuego colérico, choque de armas tan estruendoso como bestial, gruñidos que unían el olor y la gloria de la guerra en todo su potencial. Ambas legiones habían combatido por todo lo que conllevo el amanecer, y ahora un muy avanzado atardecer, los invasores fueron como un rayo que cae antes de una tormenta, tan prematuramente destructores que era imposible verlos con claridad, habían avanzado en aquel viejo reino con un ímpetu capaz de destruir todo lo que aquel antiguo imperio había representado en un pasado, pero que como un barco que tambalea en un tifon, sus días de gloria parecían hoy haber llegado a su fin.
Armaduras plateadas y decoradas con sangre seca, suciedad parte de la guerra que llevaban con súbito animo y con súbito placer de la futura conquista, no eran simples humanos, pues también eran acompañados por un sinfín de cuadrúpedos demonios cuyas abiertas heridas y negras bocas anhelaban devorar a los soldados que defenderían la fortaleza, que pocos sabrían que deberían enfrentarse el, el rey del renacido clan Aeternus, antiguamente conocido como Lumea.
El caudillo había avanzado en la primer marcha, en la primer carga que el ejercito inicio frente al enemigo, su poder era total, pues aquel Señor de la Guerra revestía un poder superior a lo conocido, era una mezcla de nobleza y cólera, la figura armada con aquella colosal espada era un ejercito de uno, asestaba golpes de manera similar a una danza de muerte, pareciendo receloso ante la cantidad de enemigos que lograba decapitar y desmembrar, pues parecía que luchaba contra su propio ejercito en celosía para matar a mas guardianes.
Su armadura parecía soportar las flechas que le lanzaban desde las torres, a pesar de que algunas le penetraran las piernas o su espalda, el avanzaba con el poder de su convicción y sobretodo, su gozo al matar. El arma que portaba parecía cambiar de forma en segundos, agigantando su hoja y tiñiendola de rojiza por la sangre que recibía.
Los artilleros de su ejercito levantaban maquinaria de guerra capaz de hacer temblar la fortaleza con aquellos "dragones" metálicos que formados de acero emulaban las fauces de aquella alada bestia, y disparaban proyectiles incendiados a diestra y siniestra sobre las murallas, logrando abrir brechas e improvisadas puertas que permitían a sus soldados introducirse en el castillo.
No tenían piedad, sus espadas, lanzas y flechas cazaban a todo lo que lograran encontrar, ya sea guerreros, oficiales, mujeres y niños. Todos eran asesinados por la furia del clan Aeternus, sin importar su clase.
El rey de aquel clan, armado con la colosal espada gustaba de destrozar a sus enemigos con ebriedad sobrenatural, su melena blanca danzaba en el viento, sus ojos rojos como la sangre que goteaba de su arma al ser usada, mascullaba y reía como un infante en pleno juego.
Ya las defensas principales habían caído, este Imperio había resistido la embestida del clan mas destructor de todos, pero nadie podía vencerlos, nadie podía cesar su sed de sangre.
El gran Nightingale caminaba con elegancia entre los cadáveres que el mismo había destrozado, sus hombres intentaban ahora, abrir la puerta interna que les permitiría entrar en el salón principal de la fortaleza, donde quizás el cobarde rey de este imperio, se refugiaría como una simple rata, dejando que sus soldados sufran la cólera de los campeones inmortales, pero el tarde o temprano, sufriría las consecuencias de sus actos. El caudillo peliblanco aguardaba con impaciencia, pero negado en ayudar a sus "hormigas" en destrozar la puerta de entrada, dejaba que su alma se cargue de rabia y su espada con las almas de los caídos esbirros que había mutilado. +
Armaduras plateadas y decoradas con sangre seca, suciedad parte de la guerra que llevaban con súbito animo y con súbito placer de la futura conquista, no eran simples humanos, pues también eran acompañados por un sinfín de cuadrúpedos demonios cuyas abiertas heridas y negras bocas anhelaban devorar a los soldados que defenderían la fortaleza, que pocos sabrían que deberían enfrentarse el, el rey del renacido clan Aeternus, antiguamente conocido como Lumea.
El caudillo había avanzado en la primer marcha, en la primer carga que el ejercito inicio frente al enemigo, su poder era total, pues aquel Señor de la Guerra revestía un poder superior a lo conocido, era una mezcla de nobleza y cólera, la figura armada con aquella colosal espada era un ejercito de uno, asestaba golpes de manera similar a una danza de muerte, pareciendo receloso ante la cantidad de enemigos que lograba decapitar y desmembrar, pues parecía que luchaba contra su propio ejercito en celosía para matar a mas guardianes.
Su armadura parecía soportar las flechas que le lanzaban desde las torres, a pesar de que algunas le penetraran las piernas o su espalda, el avanzaba con el poder de su convicción y sobretodo, su gozo al matar. El arma que portaba parecía cambiar de forma en segundos, agigantando su hoja y tiñiendola de rojiza por la sangre que recibía.
Los artilleros de su ejercito levantaban maquinaria de guerra capaz de hacer temblar la fortaleza con aquellos "dragones" metálicos que formados de acero emulaban las fauces de aquella alada bestia, y disparaban proyectiles incendiados a diestra y siniestra sobre las murallas, logrando abrir brechas e improvisadas puertas que permitían a sus soldados introducirse en el castillo.
No tenían piedad, sus espadas, lanzas y flechas cazaban a todo lo que lograran encontrar, ya sea guerreros, oficiales, mujeres y niños. Todos eran asesinados por la furia del clan Aeternus, sin importar su clase.
El rey de aquel clan, armado con la colosal espada gustaba de destrozar a sus enemigos con ebriedad sobrenatural, su melena blanca danzaba en el viento, sus ojos rojos como la sangre que goteaba de su arma al ser usada, mascullaba y reía como un infante en pleno juego.
Ya las defensas principales habían caído, este Imperio había resistido la embestida del clan mas destructor de todos, pero nadie podía vencerlos, nadie podía cesar su sed de sangre.
El gran Nightingale caminaba con elegancia entre los cadáveres que el mismo había destrozado, sus hombres intentaban ahora, abrir la puerta interna que les permitiría entrar en el salón principal de la fortaleza, donde quizás el cobarde rey de este imperio, se refugiaría como una simple rata, dejando que sus soldados sufran la cólera de los campeones inmortales, pero el tarde o temprano, sufriría las consecuencias de sus actos. El caudillo peliblanco aguardaba con impaciencia, pero negado en ayudar a sus "hormigas" en destrozar la puerta de entrada, dejaba que su alma se cargue de rabia y su espada con las almas de los caídos esbirros que había mutilado. +