Tsurumaru llegó al lugar acordado a escasas horas del crepúsculo como le habían indicado. Ahí sentada en la orilla del risco, disfrutando de la brisa marina que chocaba contra su grisácea piel, se encontraba aquella mujer que le había pedido tan singular favor.
El samurái desenfundo su espada y la levantó, colocando la empuñadura justo encima de su hombro y con el filo en dirección al firmamento. Tomó aire y alzó la mirada con un brillo en sus ojos ámbar mientras sostenía con firmeza el arma