— ¡Pero si es un fino caballero sureño! — Imita una risita estúpida que alguna vez oyó de otras salvajes. — Recoja mi pañuelo de seda. — Dejó caer un pedazo de piel de liebre que usaría luego para unos guantes. Soltó una carcajada como la de él. — Esos sureños no saben nada. —
— Ni un mamut podría conmigo. — Estaba riendo cuando el golpe le hizo moverse un poco, los cabellos rojizos se contoneaban ahora en dirección que el viento marcaba. — ¡Ahora no podré ser una fina dama sureña! — Agregó una burda imitación de lo que ella creía era una.