En el cartel que hizo a mano daba a conocer sus servicios: fitoterapia, quiromancia, videncia y venta de herbolaria. Los malestares de viajeros producidos por el ambiente de mierda Zeyiano catapultaron su éxito. Poco a poco implementó la compra-venta de artilugios insólitos, lo que daba una jugosa ganancia gracias al flujo de aventureros y embelleció su local.
Era una comerciante carismática con escucha activa, ella hacía sentir especiales a cada una de esas almas y por eso regresaban.
De señorita recorrió a la velocidad de un parpadeo las cortes de Jæthana y Arthia porque no querían brujas. En Tresárboles fueron más amables, pero también la echaron.
El siguiente reino en su lista era Zeyia, ni se percataron de ella, la gente Zeyiana era indiferente a los forasteros, cada quien tenía sus cosas. Encajó rápido. Pasó una semana hospedando la azotea de una taberna, pero ya no soportaba el olor a alcohólico.
Decidió su futuro utilizando los ahorros de su vida para comprarse un local en la calle Luna Media.
Era precario; faltaba una capa nueva de pintura, el amueblado tenía huéspedes con muchas patas, las ventanas tenían moho, pero por lo menos las telarañas otorgaban un aire hogareño.
Desde que empezó a vivir soñaba sobre las nubes mirando hacia abajo. De niña subía a las copas de los árboles para sentirse un poco más cerca de estar por encima de todo el mundo. Si con su magia y don para convivir en la naturaleza ya la hacían un fenómeno solo necesitaba hallar otra pieza para convertirse en un ser celestial.
El espejo de su habitación no le revelaba su parecido con la noche desorientada o su escencia a alegría catastrófica. Las personas nunca le dijeron lo de su sonrisa, que les invitaba a indagar sobre ella y admirar su brujildad. Por otra parte era famosilla por hacer pociones, curar gente y echar maldiciones. Lo último fue esparcido por malas lenguas, Janâ daba prioridad a cobrar por ello de cualquier forma siempre que le dejara beneficio.
