Sin embargo, la época podía presumir sus cambios y el absoluto despertar finalmente había ocurrido al menos en lo que respecta al panteón divino del Antiguo Tenochtitlán, de donde emergía una oscura energía que poco a poco se materializaba en la forma de un jaguar tras la maleza, o más bien, la silueta de dicho animal con sus manchas y sus rasgos característicos enmarcados por un brillo neón, menos sus patas ocultas tras el incesante humo responsable de la súbita nubosidad del ambiente. Sus ojos fieros clavados en el plañidero lo hacían ver como el típico y salvaje marco de una bestia acechando a su siguiente presa. Sus escápulas comenzaron a moverse de arriba hacia abajo, alternadas, con un solo roce, aquel se volvería su fiel creyente; su nuevo sacrificio para conseguir la energía necesaria todo a cambio, claro, de satisfacer el deseo que lo aqueja respecto a carencias que tenía endeudada a su familia con el cártel de la localidad.