[code] Al fondo del paisaje, logro percibir aquella figura acercarse. Se acuclillo detrás de un árbol. Susurros vagos invocaron una espada que empuño cerrando sus dedos uno tras otro, si bien no era diestra con ella, le serviría para algo. Puso la mano sobre la corteza y echó un vistazo alrededor. Sintió un escalofrió. Estaba lista para lo que fuese. Una ardilla corrió a esconderse entre la tupida maleza que cubría sus piernas. —No...— Desgarro el silencio por el movimiento de la ardilla, fue leve pero audible. Trato de no moverse pues cualquier movimiento podría costarle la vida contra el aparente jaguar.[/code]

[code]Arriba, no hay más que una hermosa luz, del lugar donde viene y al que volverá cuando salga de aquí, ese tenue brillo traspasa las hojas cristalizadas de los árboles, todo brilla cual diamantes. Su rostro muestra su sonrisa al sentir los ligeros rayos del sol calentar su piel. De pie, regresa por aquel sendero que alguna vez la condujo a casa en días más venturosos. El viento en contra despejaba su rostro, al igual que los orbes cielo que miraban con esperanza el camino.[/code]

Sin embargo, la época podía presumir sus cambios y el absoluto despertar finalmente había ocurrido al menos en lo que respecta al panteón divino del Antiguo Tenochtitlán, de donde emergía una oscura energía que poco a poco se materializaba en la forma de un jaguar tras la maleza, o más bien, la silueta de dicho animal con sus manchas y sus rasgos característicos enmarcados por un brillo neón, menos sus patas ocultas tras el incesante humo responsable de la súbita nubosidad del ambiente. Sus ojos fieros clavados en el plañidero lo hacían ver como el típico y salvaje marco de una bestia acechando a su siguiente presa. Sus escápulas comenzaron a moverse de arriba hacia abajo, alternadas, con un solo roce, aquel se volvería su fiel creyente; su nuevo sacrificio para conseguir la energía necesaria todo a cambio, claro, de satisfacer el deseo que lo aqueja respecto a carencias que tenía endeudada a su familia con el cártel de la localidad.

Ahí estaba el sujeto, de rodillas sobre la naturaleza húmeda del Mazamitla que había creado lodo por las recientes lluvias de verano. Se ensuciaba la cara de lágrimas empapando el desgarrador lamento invocador de divinidades, ángeles o demonios, lo que fuese capaz de aniquilar su penuria sin importar el precio. El pesar en su corazón parecía traerlo en las manos, pues la tierra apretada en los puños alcanzaba a colarse por entre los surcos, sin la voluntad necesaria para poderlos levantar o a todo su cuerpo, resignarse del destino y retirarse de un pequeño altar improvisado con piedras por antiguos regentes de la zona, veneradores de los espíritus a quienes les encomendaban esa clase de menesteres del porvenir aun cuando no obtenían resultados.