16-17, M
El fin se asoma. Pues, tan solo un puñado de vosotros podríais profetizar la desdicha.
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SeraphimNazaret · 16-17, M
𝙇𝙖𝙨 𝙘𝙧ó𝙣𝙞𝙘𝙖𝙨 𝙙𝙚 𝘼𝙗𝙧𝙖𝙝𝙖𝙢𝙖𝙚𝙡 𝘿ï 𝙈𝙖𝙘𝙝𝙞𝙖𝙫é𝙡𝙡𝙞𝙨𝙩𝙞𝙨𝙘𝙝.
𝙐𝙍𝙈 2.0
Cuán cambiado está el mundo que, para habitante todo, cada acontecimiento y, por tanto, cada surgimiento que a la Tierra se le atribuye, se han vuelto totalmente desdichas para los hombres.
Por ello, las teorías albergan en cada mente pensante, y promulgaron casos hipotéticos los pensadores; el mundo yacía distinto, cambiado, diferían los acaecimientos de cada época y, sin embargo, muchos aún conservaban cierta ingenuidad. Cuán ingenuo era el hombre que, a otros de los suyos, a sus parientes lejanos y a sus hermanos tan unidos, se arraigaron ellos como si fuese el último día de sus vidas; unidos, en concordia todos, mejor se volvería todo, ¿no?
Pues no.
Se dividían las tierras, pues, y los hombres yacían disconformes por ello. ¿Los hombres, ellos todos, a lo mundano consagraban y a lo espiritual repudiaban? O, por el contrario, ¿amaban ellos a lo espiritual, pero, aquello considerado demoníaco o sumamente sobrenatural, inmundo incluso, no era digno de ser aclamado ni bienvenido por las gentes?
¡Ay, qué desalmados los hombres! Y así fue que, para aquél que a los mares había abierto, para aquél que a las furibundas olas calmó, no se le cedió mayor recompensa que la ejecución.
—¡Ay, ay mis santos, escuchadme! ¡Dios, Dios mío, mi Santo Señor, no me niegues este favor! ¡No herí a nadie, no quiero morir aquí, os lo ruego! ¡Auxilio, auxilio!— Exclamaba un hombre, a su vez que era arrodillado en la distinguida parcela, la cual era sustento de la crueldad de los verdugos, quienes se encontraban a un lado del condenado.
Juzgaba el mirar del populacho, atentos, como si tal acto fuera el mayor festival nunca antes visto, y como si los pedidos de ayuda fuesen las vísperas de un acto con una magna notoriedad.
No sólo miradas, sino también las injurias que nacían del parloteo proveniente de los ciudadanos, cuya presencia no hacía menos tensa a tan dolorosa situación. Manchabase el suelo de frío sudor, se escurría sobre la friolenta crisma de aquél, que sudaba en frío debido al terror que en sí sembraba semejante tesitura.
Asustaba incluso lo silente de los verdugos, un incómodo silencio, ensordecedor cuanto menos, y a leguas se notaba el brillo de unos enrojecidos ojos; el hombre, con fe y valía, plantaba cara a la muerte, demostrando lo arraigado que está a la vida; hizo, valga la redundancia, repetidas sacudidas que señalaban su desacato, y lo efectuaba sin darse cuenta de que, en su cuello, tan prominente estructura de muerte, la guillotina, a su cuello encerraba.
Golpeó y golpeó, se escurría como la saliva que caía por su locura, además de unos cuantos mechones de su cabello oscuro.
—¡Dejadme salir! ¡Dejadme! Déjame…— Musitó el hombre a lo último, señalando el descenso de sus fuerzas, cayendo rendido sobre los brazos del indigno que, a su vida, final le pondría.
Brazos de los cuales dos sujetaban armas, que con tenacidad tan orgullosos las tomaban y, cuando del hombre sólo quedaba un mero suspiro, se inclinó la cuchilla hacia el sacrificio.
Y festejaron todos lo… Menos unos cuantos, quienes aguaitaron con desagrado y repulsión, asimismo las mujeres, las más jóvenes y las madres ya, gritaron con exaltación, y más lo hicieron las féminas que formaban la prole del ahora muerto.
—¡Mi hijo! ¡Ay, mi hijo! ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué a mí, Dios?! ¡¿Por qué hemos de ser las sufridas?!— Ante el escándalo arribó la madre, progenitora y cuidadora de seis niños, más otros que en el orfanato se encontraban, y primeramente acogió la cabeza que rodó hasta alcanzar a la multitud, que abrieron paso a la mujer al alejarse consiguientemente. Sólo dos niñas le siguieron a ella, una del orfanato y otra hermana del fallecido, y ésta última, espantada, miraba el sufrimiento que se afirmaba en las constantes lágrimas de su madre.
No existía vocablo alguno que diera consuelo a la desamparada fémina, sin embargo, pese a que no hubieran, una de las pequeñas se arrimó en búsqueda de los ojos de su hermano.
Y ahí los vió, mostróse la tristeza en vacíos ojos, carentes ambos de refulgente brillo.
—Oh, señora, cómo decirle… ¿Qué tan devoto era su hijo a la iglesia? Si usted cree que lo era y mucho, pues he de aclararos que no, su hijo no era más que un nefelibato hombre que se apegó a lo demoníaco, a lo que usted y todos vosotros, oyentes, cruelmente hubierais atacado—dijo el alcalde Mephisto Van Balrog, que era también un gran influyente dentro de las iglesias y su religión— Permíteme, señora, como a su familia os lo permito aún vivir aquí, a pesar de que otorgan hospedaje a nuestros prisioneros de guerra, a nuestras manos de obra infantil, a los niños a esclavizar.
Y sin un ápice de respeto por los receptores del inmoral mensaje, la niña, hija de unos pueblerinos derrotados violentamente, reprendió tal aclaramiento.
—¿Qué? ¿Usted quiere decir que, en el apogeo de la religión en esta civilización, aún existe
𝙐𝙍𝙈 2.0
Cuán cambiado está el mundo que, para habitante todo, cada acontecimiento y, por tanto, cada surgimiento que a la Tierra se le atribuye, se han vuelto totalmente desdichas para los hombres.
Por ello, las teorías albergan en cada mente pensante, y promulgaron casos hipotéticos los pensadores; el mundo yacía distinto, cambiado, diferían los acaecimientos de cada época y, sin embargo, muchos aún conservaban cierta ingenuidad. Cuán ingenuo era el hombre que, a otros de los suyos, a sus parientes lejanos y a sus hermanos tan unidos, se arraigaron ellos como si fuese el último día de sus vidas; unidos, en concordia todos, mejor se volvería todo, ¿no?
Pues no.
Se dividían las tierras, pues, y los hombres yacían disconformes por ello. ¿Los hombres, ellos todos, a lo mundano consagraban y a lo espiritual repudiaban? O, por el contrario, ¿amaban ellos a lo espiritual, pero, aquello considerado demoníaco o sumamente sobrenatural, inmundo incluso, no era digno de ser aclamado ni bienvenido por las gentes?
¡Ay, qué desalmados los hombres! Y así fue que, para aquél que a los mares había abierto, para aquél que a las furibundas olas calmó, no se le cedió mayor recompensa que la ejecución.
—¡Ay, ay mis santos, escuchadme! ¡Dios, Dios mío, mi Santo Señor, no me niegues este favor! ¡No herí a nadie, no quiero morir aquí, os lo ruego! ¡Auxilio, auxilio!— Exclamaba un hombre, a su vez que era arrodillado en la distinguida parcela, la cual era sustento de la crueldad de los verdugos, quienes se encontraban a un lado del condenado.
Juzgaba el mirar del populacho, atentos, como si tal acto fuera el mayor festival nunca antes visto, y como si los pedidos de ayuda fuesen las vísperas de un acto con una magna notoriedad.
No sólo miradas, sino también las injurias que nacían del parloteo proveniente de los ciudadanos, cuya presencia no hacía menos tensa a tan dolorosa situación. Manchabase el suelo de frío sudor, se escurría sobre la friolenta crisma de aquél, que sudaba en frío debido al terror que en sí sembraba semejante tesitura.
Asustaba incluso lo silente de los verdugos, un incómodo silencio, ensordecedor cuanto menos, y a leguas se notaba el brillo de unos enrojecidos ojos; el hombre, con fe y valía, plantaba cara a la muerte, demostrando lo arraigado que está a la vida; hizo, valga la redundancia, repetidas sacudidas que señalaban su desacato, y lo efectuaba sin darse cuenta de que, en su cuello, tan prominente estructura de muerte, la guillotina, a su cuello encerraba.
Golpeó y golpeó, se escurría como la saliva que caía por su locura, además de unos cuantos mechones de su cabello oscuro.
—¡Dejadme salir! ¡Dejadme! Déjame…— Musitó el hombre a lo último, señalando el descenso de sus fuerzas, cayendo rendido sobre los brazos del indigno que, a su vida, final le pondría.
Brazos de los cuales dos sujetaban armas, que con tenacidad tan orgullosos las tomaban y, cuando del hombre sólo quedaba un mero suspiro, se inclinó la cuchilla hacia el sacrificio.
Y festejaron todos lo… Menos unos cuantos, quienes aguaitaron con desagrado y repulsión, asimismo las mujeres, las más jóvenes y las madres ya, gritaron con exaltación, y más lo hicieron las féminas que formaban la prole del ahora muerto.
—¡Mi hijo! ¡Ay, mi hijo! ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué a mí, Dios?! ¡¿Por qué hemos de ser las sufridas?!— Ante el escándalo arribó la madre, progenitora y cuidadora de seis niños, más otros que en el orfanato se encontraban, y primeramente acogió la cabeza que rodó hasta alcanzar a la multitud, que abrieron paso a la mujer al alejarse consiguientemente. Sólo dos niñas le siguieron a ella, una del orfanato y otra hermana del fallecido, y ésta última, espantada, miraba el sufrimiento que se afirmaba en las constantes lágrimas de su madre.
No existía vocablo alguno que diera consuelo a la desamparada fémina, sin embargo, pese a que no hubieran, una de las pequeñas se arrimó en búsqueda de los ojos de su hermano.
Y ahí los vió, mostróse la tristeza en vacíos ojos, carentes ambos de refulgente brillo.
—Oh, señora, cómo decirle… ¿Qué tan devoto era su hijo a la iglesia? Si usted cree que lo era y mucho, pues he de aclararos que no, su hijo no era más que un nefelibato hombre que se apegó a lo demoníaco, a lo que usted y todos vosotros, oyentes, cruelmente hubierais atacado—dijo el alcalde Mephisto Van Balrog, que era también un gran influyente dentro de las iglesias y su religión— Permíteme, señora, como a su familia os lo permito aún vivir aquí, a pesar de que otorgan hospedaje a nuestros prisioneros de guerra, a nuestras manos de obra infantil, a los niños a esclavizar.
Y sin un ápice de respeto por los receptores del inmoral mensaje, la niña, hija de unos pueblerinos derrotados violentamente, reprendió tal aclaramiento.
—¿Qué? ¿Usted quiere decir que, en el apogeo de la religión en esta civilización, aún existe