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Entonces se transformó, embriagándose en el furor místico de su sangre divina. El sonoro latir de su corazón repicando dentro de sus costillas se oía como el rugir de un león devorando un lobo, y en el aire; sobre su cabeza, virulentas nubes de tormenta oscurecieron el benévolo sazón de Álfröðull. En esas tinieblas el bullir que emanaba del fiero semidiós lo iluminó todo, con la gracia de un nuevo sol, un terrible sol rojo impaciente por abrasarlos a todos.
 

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